Entre todos los desafíos que hoy habitan la vida pública mexicana, uno de los más relevantes es la construcción de una administración pública eficaz, transparente y abierta. Pero otorgarle esos atributos a la gestión de las oficinas públicas ha sido una tarea relegada. A pesar de que casi todas las reformas que nos hemos dado en las dos últimas décadas se han frenado o desviado, la reforma de la administración pública no acaba de ser vista como una de las mayores prioridades de la agenda política del país.

Seguimos concentrados obsesivamente en los asuntos electorales y hemos abandonado el trabajo de la maquinaria indispensable para hacer posibles los cambios. Hemos fijado la mirada en el punto exclusivo del reparto del poder partidario, pero hemos perdido de vista el ejercicio de la autoridad cotidiana. Hemos descuidado el vínculo entre la distribución del poder político y la acción del Estado. El paso de la política a las políticas, y de los tomadores de decisiones a quienes las llevan a cabo. Al contrario de lo que sucedió al final del Porfiriato, el lema de nuestros días parece ser: todo a la política y nada (o casi nada) a la administración.

Desde este mirador, no debería sorprendernos que la eficacia de nuestros gobiernos sea frágil. En la práctica, las políticas públicas tienden a construirse más como programas políticos que como soluciones a problemas definidos causalmente. Nuestros gobiernos van actuando en función de los efectos visibles —más que de las causas que los generan— y lo hacen midiendo la presión pública y el clima de opinión.

Cada nuevo programa es una campaña: se hacen para ganar votos (o para no perderlos), se diseñan y se implementan con los equipos cercanos y leales, y se venden como propaganda. Por eso es que buena parte de nuestras políticas son tan ambiguas, tan ambiciosas y tan difíciles de operar. Ocupadas por atacar los efectos, sacrifican las causas, y obligadas a producir ganancias políticas de muy corto plazo, las oficinas de gestión pública se convierten en cuartos de guerra y control de daños más que en organizaciones estables dedicadas a verificar procesos, rutinas y protocolos.

Somos el único país de la OCDE que no ha logrado consolidar un servicio profesional de carrera. Pero esa carencia no es una anomalía, sino una secuela de lo anterior. No es casual que el primer intento de establecerlo haya ocurrido hasta 2003, después de la alternancia en la Presidencia de la República, ni tampoco que ese intento no haya prosperado hasta ahora. Fue un mal diseño legislativo, barroco y complejo, que quiso saltar todas las etapas. Pero al ponerlo en marcha descubrimos que no había catálogos de puestos ni los que había estaban actualizados; que las nóminas no coincidían con los manuales vigentes, que nadie sabía bien a bien qué se le pedía a cada puesto ni, mucho menos, cómo evaluarlos.

Los primeros años de implantación de ese servicio sirvieron acaso para revelar lo que ya sabíamos: que la administración pública no se había construido por razones profesionales ni méritos, sino por afinidades políticas. Y no pasó mucho tiempo antes de que los valores principales volvieran a ser la lealtad y la cercanía, mucho más que las competencias y la calidad.

El resultado neto de los defectos de la administración pública mexicana es la pérdida de eficacia —y el desencanto con la democracia. Podemos discutir hasta la saciedad a quién debe cargarse la responsabilidad por las dificultades gigantescas que ha planteado la política de seguridad pública, por ejemplo, ante los defectos de coordinación entre los gobiernos o las carencias de las policías; podemos diferir sobre la gravedad de las fallas que ha tenido la política de subsidios al campo o sobre los costos que deben añadirse a la tortuosa red de implementación del sistema nacional de protección en salud; seguramente habrá lecturas distintas sobre las causas del fracaso acumulado por años en la educación básica, o sobre nuestra incapacidad para reducir los márgenes de desigualdad social. Pero lo cierto es que buena parte de los problemas que afrontan las políticas públicas obedecen al mismo patrón de captura e ineficacia administrativa.

En este sentido, tengo para mí que la corrupción y la impunidad no son la causa original de esas desviaciones, sino su consecuencia. Si los programas públicos acaban convertidos en estrategias electorales, si los puestos públicos se otorgan por lealtad partidaria, si los presupuestos se negocian para consolidar el poder, si los supuestos con los que se gobierna descansan en la construcción de redes y de clientelas, es imposible suponer que la gestión pública pueda ser exitosa en conjunto. Así no se puede.