Aunque la noticia pasó un tanto desapercibida, hace unos días, la Suprema Corte emitió una sentencia que significa algo así como reconocer la mayoría de edad de los electores. La Corte resolvió invalidar el artículo 69 del Código de Elecciones y Participación Ciudadana de Chiapas que señalaba la obligación para los partidos políticos de “abstenerse en su propaganda de cualquier expresión que denigre a las instituciones”, dejando atrás la muy extendida idea paternalista de que el Estado debe proteger a los electores frente a campañas negativas entre contendientes. La idea que debe privar ahora es el despliegue amplio del derecho a la libertad de expresión.
Inspirada en la reforma político-electoral de febrero de este año que eliminó la prohibición de difundir propaganda que denigre, para sólo dejarla acotada a aquélla que calumnie a alguna persona, es decir, que intencionadamente mienta y afecte la integridad de la misma, la sentencia dota a la libertad de expresión de una dimensión ya no sólo personal, sino social, ya que “…implica un derecho colectivo a recibir cualquier información y conocer la expresión del pensamiento ajeno”.
El cambio no es menor, porque ahora los partidos políticos podrán criticar a sus competidores con mayor libertad y sin que ello derive en una queja ante la autoridad electoral y eventualmente en una sanción. Pero más allá de que esto reduzca el número de impugnaciones de un partido hacia otro, lo relevante es que se introduce un giro en el concepto de las contiendas políticas y su relación con los ciudadanos que ahora se entienden como capaces de procesar adecuadamente los mensajes propagandísticos.
Si convenimos que las campañas electorales sirven para informar a los ciudadanos de las diferentes ofertas políticas, para que puedan emitir su voto con mejores elementos de juicio, pero que las elecciones son ante todo disputas entre candidatos y partidos para ver quién es capaz de obtener el mayor respaldo ciudadano, está claro que se alimentan no sólo de lo que cada cual proyecta positivamente, sino de las críticas sobre los adversarios. Es más, los estudios sobre motivaciones del voto muestran que pesan más las opiniones negativas sobre el otro, que los contenidos de las plataformas electorales. En otras palabras, las campañas negativas alientan la competencia política.
En nuestro país, durante la larga época de la hegemonía del PRI, las campañas electorales no servían para alimentar la competencia que era inexistente, sino para que la población conociera a los candidatos que serían sus futuros gobernantes. Cuando llegó la pluralidad y la incertidumbre sobre el triunfo y, por ende, la confrontación entre los adversarios, se instaló una percepción paternalista de las contiendas políticas que aseguraba que las críticas negativas, lejos de estimular la competencia, la constreñían y sesgaban, es decir, que los ciudadanos eran incapaces de procesar los mensajes para deslindar lo superfluo de lo sustantivo, para comprender lo que eran fórmulas de impacto mediático de lo que era la oferta política efectiva. Quizás el caso paradigmático de esta concepción paternalista fue el de 2006 cuando el PAN difundió un mensaje publicitario en contra de López Obrador que lo colocaba como “un peligro para México”, lo cual derivó en que la reforma constitucional de 2007 estableciera la prohibición de propaganda que denigrara o calumniara, que hoy, en buena hora, ha sido anulado.
Es una muy buena noticia que la libertad de expresión se coloque como el eje rector de las contiendas políticas, en el entendido de que los mexicanos ya somos capaces de decantar la propaganda electoral y, a partir de ahí formar nuestros criterios para emitir un voto razonado.
Fuente: El Universal