Por: Guillermo Cejudo y Sergio López Ayllón*

El Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Coneval) es un órgano que se creó hace menos de diez años. Su función es medir la pobreza y evaluar la política social. Aunque poco conocida, es una institución que, gracias a un buen diseño y a la calidad técnica de sus consejeros, en pocos años logró informar con objetividad y rigor el debate público sobre la política social y la pobreza. Sus metodologías y evaluaciones son reconocidas nacional e internacionalmente y varios sistemas de monitoreo y evaluación en el mundo siguen el modelo mexicano. Teníamos una institución pública técnica, independiente y cuyo trabajo generaba confianza.

En la marea de reformas del año pasado, el Congreso decidió otorgarle autonomía constitucional. El asunto no fue debatido y menos argumentado. Desde entonces se advirtió, desde la academia y las organizaciones civiles, que se trataba de una mala idea, que ponía en riesgo lo ganado. En efecto, Coneval ya era autónomo, no porque lo dijera la Constitución, sino por un diseño correcto y el perfil técnico de los consejeros a cargo de las decisiones sustantivas. Pero el capricho se impuso sobre la razón y hoy la Constitución autoriza que los consejeros sean nombrados por la Cámara de Diputados, que sean funcionarios que tomen decisiones administrativas y que sean sujetos de juicio político. En otras palabras, cambiamos la autonomía técnica por un órgano político sujeto a las preferencias de los partidos.

Esta semana, la Cámara de Diputados aprobó la Ley del Coneval. Era una oportunidad de evitar males mayores pero la profecía se cumplió. La ley contiene una serie de disposiciones que demuestran, una vez más, nuestra incapacidad de hacer buenos diseños institucionales, y que aseguran que el nuevo Coneval nacerá con problemas de operación, desafíos de coordinación y enormes lagunas normativas.

En efecto, la Ley profundiza el problema creado por la reforma constitucional. Cierto, los diputados se percataron del despropósito de eliminar el carácter técnico y de rigor académico de las decisiones sustantivas sobre cómo medir la pobreza o evaluar una política, pero la salida no fue simplificar el asunto, sino crear un arreglo bizantino que crea dos órganos (uno político y otro técnico) con mandatos empalmados y lógicas de funcionamiento contrapuestas.

Hay también problemas operativos. Una de las virtudes del diseño vigente es la colaboración (no exenta de fricciones) entre Coneval, la Secretaría de la Función Pública y la Secretaría de Hacienda. Esto cambiará necesariamente: ¿cómo se generará, por ejemplo, el plan anual de evaluación que, según la ley, requeriría el acuerdo entre dos dependencias del Ejecutivo y un órgano constitucional autónomo?

Y hay lagunas graves. La ley no resuelve mandatos ambiguos de la Constitución: ¿Con qué alcance y sobre qué materias podrán emitirse recomendaciones?, ¿cuál será el mecanismo de seguimiento y cuáles las consecuencias de ignorar las recomendaciones? Tampoco resuelve cómo se coordinará con los estados y municipios. En síntesis, la ley no resuelve sino que se limita a patear la pelota hacia adelante. Si el Consejo no incidirá en la política social de estados y municipios (con sus miles de programas sociales), ¿qué ventaja tiene que sea un órgano constitucional?

Si el Senado no corrige el rumbo perderemos lo ganado y tendremos un elefante blanco donde predominará la lógica política. Pero seguramente habrá quien se congratule por haber creado un órgano constitucional autónomo más. Así lo expresó ya la diputada Zavala: “Pocas instituciones gozan de esta credibilidad y de esta aceptación en la opinión pública y así la tiene el Coneval. Por eso consideramos tan importante darle autonomía.”

*Profesores investigadores del CIDE

Fuente: El Universal