Apenas al concluir octubre, la Cámara de Diputados aprobó reformas a la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación. Todavía deben ser ratificadas por el Senado, pero cabe suponer que eso sucederá pronto, pues fue en la Cámara alta donde se originaron y hasta ahora han conseguido consensos muy amplios. Sólo cinco diputados votaron en contra y ninguna otra voz, comprometida de veras con este tema, ha ignorado la trascendencia de abrirles paso lo más pronto posible.
De confirmarse, serían muy buenas noticias: se habría logrado ampliar el catálogo de conductas discriminatorias, se habría dado mayor claridad al proceso que cualquier persona podría seguir para defenderse de esas conductas, se habría dado mayor fuerza al trabajo y a las resoluciones del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), se habría simplificado el procedimiento para emitir esas resoluciones —ya sea en contra de servidores públicos o de particulares que cometan actos discriminatorios— y se habrían establecido los medios para reparar los daños de esas formas de exclusión y de violencia social. Pero además, se habría abierto la puerta para diseñar una política de Estado en contra de la discriminación, obligatoria para todas las autoridades públicas federales.
Tras la aprobación casi unánime de los diputados, Manlio Fabio Beltrones formuló además una promesa inequívoca. Según el diario Milenio fechado el 3 de noviembre, dijo que “en la discusión sobre el presupuesto de egresos de la federación para 2014, que comienza esta semana, aseguraremos el financiamiento suficiente para los programas contra la discriminación, porque somos conscientes de su relevancia para construir una sociedad respetuosa de las personas, más justa, libre de prejuicios y de cualquier forma de discriminación”.
Hablando a nombre de la fracción parlamentaria del PRI en la Cámara de Diputados, cabría esperar que ese compromiso no se contradiga con las muy distintas prioridades de la Secretaría de Hacienda y que, en efecto, con las nuevas normas jurídicas vengan también los medios indispensables para hacerlas cumplir.
Situada en medio de los grandes debates que están ocurriendo ahora mismo, esta reforma podría parecer una cosa menor. Y tomando en cuenta la dinámica política que se ha venido arraigando en las cámaras, quizás sea mejor que pase más o menos inadvertida, convertida acaso en una buena nota de prensa. (De hecho, mientras escribo estas líneas titubeo ante el riesgo de que pueda leerlas alguien con poder suficiente para bloquear ese cambio). Pero lo cierto es que la lucha en contra de cualquier forma de discriminación es la condición básica para construir una sociedad de iguales —como le ha llamado Pierre Rosanvallon a su libro recién publicado: The Society of Equals—.
Sin esa condición básica —el trato igual entre todas las personas, con excepción de las medidas de inclusión y nivelación deliberadas hacia quienes nacen y crecen en una situación desigual— las sociedades se escinden y, a la postre, se vuelven contra sí mismas. Y ocurre que la búsqueda de la mayor igualdad no se constriñe solamente a un asunto de ingresos, ni depende sólo del reparto de bienes, sino que surge de las normas y de las prácticas cotidianas que le permiten a cualquier individuo sentirse parte de algo más grande que su comunidad vital inmediata. El viejo ideal de una sociedad cohesionada sigue vigente y sigue dependiendo del rechazo activo a las diferencias montadas por quienes disfrutan de los privilegios construidos a partir de nociones de clase, raza o situaciones que se asumen como superiores a las del resto.
Pero ese ideal es también una construcción. Una que comenzó hace diez años gracias a la iniciativa de Gilberto Rincón Gallardo —fundador de esa ley y del Conapred— y que ahora, si las buenas noticias no se pierden por los caminos de los repartos presupuestarios, podría cobrar un nuevo aliento en nuestra sociedad fragmentada.
Fuente: El Universal