No se trata de tolerancia sino de un complejo sentido político: de un cálculo de oportunidades y efectos ante la desesperación pública por el bloqueo de las carreteras y la violencia cometida contra los edificios de partidos y burocracias, las propiedades privadas, las universidades y la gente común y corriente. Pero tras ese cálculo podría estar rondando la idea, quizás, de dejar correr la violencia hasta el punto en que la sociedad —expresada en algunos medios, en una lista de abajofirmantes y en un colectivo de buenas conciencias y organizaciones sociales— pida abiertamente una escalada de represión.
No estoy sugiriendo que los gobiernos sigan cruzados de brazos, ni que confíen sin más en el deterioro paulatino de la fuerza de los violentos. Lo que me preocupa es que hayan
cruzado los brazos durante un lapso tan largo, mientras la escalada de violencia (que no me atrevo a llamar social, porque ni esos grupos ni sus estrategias representan realmente a la sociedad) se va desdoblando en Guerrero, en Michoacán, en las universidades de la ciudad de México —y poco a poco, en otros lugares de la república—. Esa parsimonia me hace pensar en la serenidad del dinamitero mientras junta la pólvora. Pero en este caso, quien reúne la pólvora no controla la mecha ni el fuego para encenderla.
Del otro lado, es obvio que los violentos están esperando —y hasta pidiendo— la represión del gobierno. No es indispensable contar con una gran perspicacia para llegar a esa conclusión, luego de escuchar sus discursos y de observar la provocación que define sus tácticas. Los violentos parecen estar buscando eso mismo: violencia para construir un argumento político válido para justificarse a sí mismos. Porque ahora mismo no hay razones bastantes para oponerse a una reforma educativa que todavía está en pañales, ni para declarar la privatización de la educación pública ni, mucho menos, para agraviar a la UNAM y vulnerar la educación pública superior —que es lo mejor que tenemos en México—.
El problema es que esa dinámica está enviando un mensaje de impunidad —que es también la vulneración de nuestro derecho de convivir pacíficamente— que puede acabar calando muy hondo en la conciencia social. Y es que la impunidad que está detrás de los hechos que hemos atestiguado en los últimos meses no sólo se reproduce en las marchas, los bloqueos y las tomas de edificios públicos, sino que también está presente en muchas otras formas de violencia cotidiana que se quedan impunes sistemáticamente. Mientras el gobierno calcula y los violentos escalan, el resto de la sociedad advierte, con razón, que las leyes sólo se cumplen entre quienes no pueden comprarlas, negociarlas o desafiarlas con la fuerza, la influencia o el sigilo oportunos.
No obstante, toda la violencia que hemos vivido en México en los últimos años —tanto por el crimen como por la política mal entendida— tiene nombres y apellidos: responsables de carne y hueso, tan humanos como las víctimas que la han padecido. En esta delicada materia no hay sustantivos colectivos que valgan: los maestros, la CNTE, la CETEG, los estudiantes, los normalistas o, de otro lado, el crimen organizado, los cárteles, los sicarios, etcétera, no son más que coberturas para el anonimato de los violentos y medios para eludir, en el tumulto y la masa, la responsabilidad específica que cada quien debe asumir por sus actos.
Toda acción colectiva está formada por decisiones individuales, mientras que la impunidad es la derrota de la responsabilidad personal. El gobierno no tiene que cruzarse de brazos hasta encontrar el momento oportuno para imponer orden y salir bien librado del paso, sino romper la impunidad del anonimato, caso por caso, a la luz del día y con la ley en la mano.
Investigador del CIDE