Con frecuencia, las decisiones tomadas por el Estado se contradicen. No es ésta una condición exclusiva de México, sino de la naturaleza de la administración pública. Sin embargo, una de las variables que mejor definen la calidad del gobierno en cualquier parte del mundo es, precisamente, su capacidad de advertir y evitar esas contradicciones, a fin de que la diversidad de actores e intereses que conforman la acción gubernamental no acabe dando al traste con los propósitos que persigue.

Aunque nos está haciendo falta un estudio completo sobre las contradicciones actuales del gobierno de México, a guisa de ejemplo pongo el del moroso proceso de aprobación del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que, de ser ratificado por el Senado, obligaría a las autoridades mexicanas a reconocer los derechos laborales del trabajo doméstico. Algo que está atorado desde hace meses en los pasillos internos del Ejecutivo, por razones que nadie conoce a ciencia cierta y aun a pesar de la promesa explícita y pública que hizo el 31 de marzo pasado el secretario de Gobernación para darle cauce a ese trámite.

¿Qué está impidiendo que ese compromiso se cumpla? Resulta por lo menos ingenuo imaginar que el gobierno no ha enviado el convenio al Senado por razones de celo burocrático. Me cuesta suponer que el secretario Meade se haya ofendido por la promesa que hizo el secretario Osorio y, por ese motivo, haya decidido bloquear un asunto tan relevante. Y con mayor razón, tomando en cuenta que el secretario de Gobernación es el jefe formal del gabinete y que hizo el anuncio público a nombre del Presidente. Pero no sabemos qué está pasando, porque el gobierno tampoco ha dado explicación alguna sobre esa demora. Simplemente no ha completado el trámite que, por lo demás, ya ha sido motivo de una excitativa del propio Senado de la República.

Lo que puede suponerse es, en cambio, que alguien con una influencia notable sobre las decisiones tomadas desde Los Pinos haya preferido frenarlo. Quizás ese personaje haya encontrado que es difícil reconocer los derechos del trabajo doméstico y haya sugerido —con todo éxito, hasta ahora— mantener la flagrante exclusión en que se encuentran cerca de dos millones y medio de personas, sin reparar en la triple contradicción en la que ha metido al gobierno de México.

La primera, por la ruptura entre los compromisos internacionales que ha suscrito el Estado y su puesta en práctica a nivel nacional. La segunda, por la fuerza del discurso que dice honrar la igualdad como prioridad del gobierno y la deliberada situación de desigualdad en la que se ha preferido dejar a los y las trabajadoras domésticas, sin ninguna razón que pueda escapar de la discriminación que el propio gobierno está obligado a impedir. Y la tercera, porque ese amplísimo grupo de personas está condenado a la informalidad económica ¡por decisión del Estado!

Es probable que los poderosos que han impedido la ratificación de ese convenio no hayan caído en cuenta de las contradicciones en las que están atrapando al Estado. Pero resulta por lo menos difícil comprender cómo, de un lado, el gobierno se duele por el tamaño de la informalidad y sus efectos nocivos en la economía del país y, de otro, les niega el derecho a la formalidad a millones de personas a quienes considera trabajadoras indignas de protección social. Y con mayor razón, cuando ellas mismas están reclamando el derecho a ser tratadas como cualquier otro empleado.

Es absurdo que, de un lado, el gobierno ofrezca programas sociales vastísimos para sacar a los más pobres de su condición marginada y, de otro, condene a quienes están sirviendo a los sectores más ricos de la sociedad. Nadie en su sano juicio podría justificar la validez jurídica ni moral de esas contradicciones. Pero todo parece indicar que, para el ogro filantrópico redivivo, no importan.

Fuente: El Universal