En un reciente seminario internacional sobre el combate a la corrupción, organizado por la Red por la Rendición de Cuentas, se reconoció nuevamente la persistencia, amplitud y complejidad del problema, así como la dificultad de enfrentarlo, pues no existe un antídoto —institucional o legal— capaz de resolverlo mágicamente. La bala de plata no existe, y reducir la corrupción requerirá años de políticas sostenidas e instituciones creíbles.

¿Qué hacer con la corrupción? Es la pregunta que obstinada y angustiosamente surge cada vez que se aborda el tema. ¿Debemos resignarnos a ella? ¿O por el contrario podemos enfrentarla? La respuesta que se dio en el marco del seminario es contundente. Sí, la experiencia internacional muestra que es posible derrotarla siempre y cuando hagamos un cambio profundo, una auténtica revolución que sea un gran impulso hacia adelante, cimentado en un amplio acuerdo político, capaz de cimbrar no sólo a las instituciones —públicas y privadas—, sino también y sobre todo a las conciencias. Necesitamos una sociedad que transite de tolerar a la corrupción como un mal necesario, a otra que la considere una conducta inaceptable.

Esto es posible. El punto de partida es reconocer los avances institucionales que México ha conseguido en materia de transparencia, producción y acceso a la información, evaluación del desempeño, contabilidad gubernamental, fiscalización y archivos. Todo este conjunto de instrumentos, sin embargo, se encuentra fragmentado. La evidencia empírica muestra que esas nuevas entidades públicas, plausibles y valiosas por sí mismas, no han conseguido articularse en un sistema completo y coherente. No es la creación de nuevas instituciones lo que nos dará el empuje que necesitamos, sino la articulación de todas ellas.

La propuesta que ahora ponemos sobre la mesa es una gran reforma constitucional que permita alinear las normas, las instituciones y los procedimientos que ya existen y que derive en una Ley General de Rendición de Cuentas que precise los procedimientos administrativos capaces de concatenar y vincular la secuencia en todos los niveles de gobierno. Esta reforma tiene un propósito no sólo jurídico e institucional, sino sobre todo político, pues implicaría un gran acuerdo de fondo para cambiar el inaceptable estatus del problema.

Mientras esto sucede, el Congreso tiene retos inmediatos que son cruciales para avanzar en esta dirección. El Senado debe aprobar ya la reforma constitucional en materia de transparencia. Ojalá los senadores del PAN que han expresado dudas recapaciten que lo perfecto es enemigo de lo bueno y que lo realmente central es avanzar en el camino que traza esa reforma. Por otro lado, urge que se resuelva el impasse en que ha caído la creación de la Comisión Anticorrupción y se pueda avanzar en un nuevo diseño institucional en esta materia.

Todo ello resulta particularmente importante cuando estamos en la víspera de la discusión de la Reforma Fiscal que, con una amplia y explícita vocación social, resulta a todas luces necesaria.

Pero, como todo incremento de impuestos, el cambio enfrentará resistencias importantes que pondrán a prueba el conjunto del sistema. Una Reforma Fiscal apoyada en un cambio institucional capaz de dar resultados en materia de transparencia y combate a la corrupción tendrá mayores probabilidades de lograr sus propósitos y de generar una nueva cultura nacional, hoy permeada por la elusión del pago de impuestos, la informalidad y la desconfianza.

Para educar con calidad, tener un seguro universal y crecer —entre tantos otros propósitos— necesitamos un Estado capaz de prevenir y combatir eficazmente la corrupción, y una sociedad que lo acompañe en este propósito.