La democracia es el poder del pueblo (por el pueblo y para el pueblo). ¿Pero quién es el pueblo? En rigor jurídico, todas las personas que conviven dentro del territorio, sin más diferencias que aquellas que se desprenden del derecho constitucional, ya sea para respaldarlas por su condición social o para castigarlas por sus faltas o sus crímenes. De ahí en más, todas las personas somos exactamente iguales y todas somos, técnicamente hablando, el pueblo.

Sin embargo, esa definición formal está muy lejos de ser verdad. No sólo porque la igualdad a la que apela la Constitución se contradice cada día con la situación concreta de quienes conformamos ese conglomerado que llamamos pueblo, dividiéndolo y fragmentándolo en muchas realidades diferentes y en tiempos históricos distintos sino porque, en su conjunto, el sustantivo colectivo acaba diluyendo los rasgos singulares de la personas que lo integran: cuando se habla del pueblo, no se habla de alguien en particular sino que se alude a una masa heterogénea y dispareja que no puede expresarse sino a través de la voz, se dice, de sus representantes.

¿Qué piensa el pueblo? ¿Qué dice el pueblo? ¿Qué quiere el pueblo? Lo que piensen, digan y quieran sus representantes, mientras va transcurriendo su mandato. Hay otras voces que han suplido esa quimera: la sociedad civil, la nación, los ciudadanos o la comunidad, tan ambiguas y escurridizas como aquella.

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