Cuando tenía 18 años y acababa de comenzar la carrera en la UAM entré a un grupo de teatro universitario comprometido. Nuestros primeros intentos de puesta en escena los dedicamos a un texto armado a partir de crónicas sobre las acciones del Frente Sandinista de Liberación Nacional en su lucha contra la dictadura somocista. Ese mismo año, 1978, asistí como integrante de la delegación de la Juventud Socialista de los Trabajadores al Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes a La Habana, imbuido de entusiasmo revolucionario. Eran los tiempos posteriores al final de la guerra de Vietnam, concluida con la unificación del país bajo el régimen comunista, años de triunfos de la izquierda revolucionaria en Angola, Mozambique, Etiopía. La ilusión de la superación de la explotación del hombre por el hombre y de la sustitución de la avidez capitalista por la solidaridad socialista movía el entusiasmo juvenil de muchos de mi generación.

Sin embargo, se trataba de un espejismo que eludía el papel de la Unión Soviética en aquella última época de la Guerra Fría. Todavía entonces, a pesar de la evidencia clara del carácter totalitario de los Estados construidos al otro lado del Telón de Acero después de la Segunda Guerra Mundial, era posible imaginar al llamado bloque socialista como una alternativa de progreso y justicia. Los crímenes de Stalin parecían haber quedado atrás y nadie quería recordar las intervenciones soviéticas en Hungría o Checoslovaquia para aplastar las rebeliones populares contra la opresión impuesta desde Moscú.

Es cierto que en aquellos años de la década de 1970 una pequeña parte de la izquierda, sobre todo dentro del Partido Comunista Mexicano, comenzaba a mostrarse crítica frente al llamado socialismo real y se acercaba a las posiciones del eurocomunismo enarbolado por Enrico Berlinguer y Santiago Carrillo, pero la mirada escéptica solía ser mucho más condescendiente respecto a Cuba y se convertía en entusiasmo respecto al avance guerrillero en Nicaragua o El Salvador.

En 1980, apenas triunfante la revolución nicaragüense, me enrolé en una brigada solidaria para participar en la Cruzada Nacional de Alfabetización, gesta que imaginaba entonces la reedición de uno de los hitos míticos de la fundación socialista en Cuba. Fue entonces cuando mi ilusión revolucionaria comenzó a contrastarse con la realidad de unos salvadores de la patria nicaragüense más preocupados por acabar con las miserias propias que con los males del pueblo. Participé en la celebración multitudinaria por el primer aniversario del triunfo del FSLN en Managua, pero regresé a México con cierta decepción: los “hombres nuevos”, abnegados militantes guerrilleros, que conocí en mi aventura sandinista eran bastante parecidos a los hombres y mujeres comunes y corrientes: egoístas y abusivos, vengativos, rencorosos, que usaban su recién adquirido poder para su beneficio personal, antes que para construir el paraíso justiciero.

La candidez de mi juventud tenía mucho de espíritu de la época. Sin embargo, desde mi vuelta de Nicaragua comencé a construir mi visión crítica respecto a las fantasías de la izquierda. El estallido de la rebelión sindical en Polonia y los acontecimientos de la siguiente década, que concluyó con la implosión del bloque soviético, con la emblemática caída del muro de Berlín y el fusilamiento en vivo y a todo color del tirano rumano, Nicolae Ceausescu, y su esposa hicieron evidente el fracaso del socialismo realmente existente durante buena parte del siglo XX.

Por mi parte, desde mi expulsión del PST en 1981 y mi incorporación al Movimiento de Acción Popular fui adoptando una posición cada vez más socialdemócrata, a pesar de que tampoco aquellos años eran especialmente favorables para la izquierda democrática, pues los Estados de bienestar europeos habían entrado en crisis y las visiones neoliberales se abrían paso, al grado de convertirse en sentido común adoptado incluso por muchos partidos de la izquierda europea. De cualquier modo, los avances de la socialdemocracia eran palpables y mal que bien resistían los embates de los creyentes religiosos del mercado, mientras que los totalitarismos construidos en nombre de la misión histórica del proletariado se desmoronaban como engañifas que habían enmascarado a regímenes oprobiosos, dictatoriales, y a camarillas depredadoras y cainitas.

Lo sorprendente, sin embargo, es que mientras buena parte de la intelectualidad europea, que durante los primeros años de la Guerra Fría se había puesto del lado soviético, reconocía que había vivido una quimera, la mayor parte de la intelectualidad mexicana y latinoamericana de izquierda siguió aferrada a la ilusión de los pretendidos avances cubanos y miraba hacia otro lado frente al proceso de putrefacción del sandinismo. El triunfo de Chávez en Venezuela revivió el delirio, ahora en torno al pretendido socialismo del siglo XXI, muy parecido a lo peor del periclitado socialismo del siglo XX.

Hoy es evidente, por donde se le vea, que el experimento cubano es un fracaso convertido en pesadilla cotidiana para millones de personas de carne y hueso que viven en la precariedad, sin libertad alguna, con incentivos totalmente deformados, donde resulta más redituable prostituirse que estudiar. El mito de los logros educativos y sanitarios del régimen cubano sigue siendo el clamor engañabobos de quienes quieren seguir creyendo para no perder la ilusión, como si para lograr el acceso universal a la salud o la educación gratuita fuera necesario asfixiar toda iniciativa individual y llevar a la precariedad alimentaria a toda la población.

Y, sin embargo, buena parte de la izquierda mexicana sigue aferrada al engaño. Sin capacidad autocrítica, sigue sin querer ver lo atroz de la dictadura cubana y de su remedo lumpen, la autocracia de Daniel Ortega y su esperpéntica esposa en Nicaragua. Me provoca vergüenza ajena leer los comentarios de antiguos compañeros de militancia, repetidores de consignas acedas, donde le echan la culpa de los males cubanos al bloqueo estadounidense o defienden al sátrapa de Managua. Me parece increíble que quienes se dicen defensores de la justicia y de la igualdad no sean capaces de aceptar el fracaso de las revoluciones y de los regímenes que pretenden construir sociedades nuevas haciendo tabla rasa del pasado. Si para ser de izquierda se requiere defender la ignominia, ahí no quepo.

Fuente: Sin Embargo