Aún con plena conciencia del abuso de las metáforas venidas del futbol y del exceso mundialista, me subo alegremente a este ferrocarril en marcha —y todavía sin saber si México le habría ganado a Brasil, como pronosticaba una tortuga— para subrayar la enorme dificultad que supone hacer reglas y aplicarlas con justicia, cuando las organizaciones que deben hacerlo son tan grandes y están cruzadas de tantos intereses, como la FIFA. Después de todo, quizás de algo sirva montarse en la consabida analogía.
Aunque el Mundial de Fútbol comenzó hace apenas unos días, los cientos de millones de personas que lo seguimos por televisión hemos sido testigos del protagonismo lamentable y sistemático del pésimo arbitraje avalado por la FIFA. Goles anulados de manera injusta —dos a México, que tanto duele—, penales que nunca sucedieron y, en contrapartida, agresiones toleradas, han influido de manera decisiva en varios resultados y podrían incidir directamente en la clasificación de los equipos a la siguiente ronda. Nadie interesado en el futbol podría llamarse a engaño: basta ver las repeticiones de las jugadas más polémicas para advertir que los árbitros no están cumpliendo bien con su tarea. Y hasta es probable que este Mundial quede marcado para siempre por ese hecho.
No obstante, la mayor organización internacional del mundo —que es la FIFA—, se mueve lento y mal. Fue en la final del Campeonato Mundial de 1966 cuando, en tiempos extras, el árbitro dio por bueno un gol que la Selección Inglesa jamás le anotó a la Alemana. Casi todos conocemos la polémica: tras un disparo al travesaño que rebotó con fuerza al césped, nunca fue evidente que el balón hubiese cruzado la línea marcada para el gol. Pero no fue sino hasta el partido entre los equipos de Francia y Honduras jugado hace tres días, cuando la FIFA empleó por vez primera la tecnología adecuada para verificar si, en un caso similar, el balón efectivamente había cruzado el gol. Es decir, pasaron 48 años para que esa pesada organización global modificara las reglas anteriores para tomar la decisión correcta.
No conozco mucho del deporte organizado. Pero entiendo que en el tenis, en el basquetbol y en el futbol americano, al menos, los equipos agraviados por las decisiones de los árbitros pueden recurrir a la tecnología digital para salir de dudas, cuando se trata de jugadas decisivas. Pero en el futbol no. En este caso, aun a pesar de que se trata, con mucho, del deporte más seguido en todo el mundo, seguimos dependiendo de los atributos personales y del buen juicio de un solo individuo —asistido por otros dos que corren en las bandas—, para resolver sobre la aplicación exacta de las reglas.
La mayor parte del resto de las innovaciones aceptadas por la FIFA no tienen que ver con lo fundamental: que el árbitro central y sus abanderados se hablen por radio, que dibujen líneas con jabón para colocar a las barreras, que informen con tableros electrónicos los cambios de los jugadores o los minutos restantes del partido; nada de eso es decisivo para el marcador final, como sí lo es la verificación de las faltas que producen el castigo principal —el penal con puerta abierta—, la anulación de goles anotados o las agresiones que dejan fuera a un jugador. Estas tres pueden cambiar el destino de un partido y de un Mundial completo. Y las tres pueden ser corroboradas sin lugar a dudas, gracias a las tecnologías actualmente disponibles. Pero la FIFA prefiere hacer la vista gorda, actuar como si viviéramos en los sesentas y salir en defensa inútil de su cuerpo de arbitraje.
La metáfora está servida: no todo debe depender de las virtudes de los árbitros. Cuando las reglas no son buenas, cuando los medios disponibles para perfeccionarlas se desechan por razones ideológicas o de poder y cuando las organizaciones están cruzadas de intereses, los resultados no producen convicción, más que a los ganadores de los juegos. En este sentido, México podría ser la sede de la FIFA.
Fuente: El Universal