En un entorno democrático, todas las leyes son una promesa. Se promulgan tras una deliberación pública del cuerpo representativo, con el propósito de enfrentar y modificar una situación que causa molestias a la sociedad. Pero como toda promesa, lo más difícil es honrarlas. Por eso es necesario que las leyes se emitan con tanta prudencia como convicción, pues el incumplimiento de una ley es también una amenaza. Formular promesas puede ser un expediente fácil para atajar conflictos, pero vulnerarlas no hace sino acrecentarlos.

México es un país de leyes pero también de impunidad: un país de promesas incumplidas. Desde los orígenes de nuestra historia nos hemos prometido resolver nuestros problemas y nos hemos trazado nuevos horizontes a golpe de constituciones, reformas constitucionales y leyes que, de haberse realizado cabalmente, nos habrían convertido en una sociedad idílica. Pero no hemos sido capaces de cumplirlas. Tras la promulgación de los futuros prometidos, nuestros gobiernos han sido impotentes para garantizar la ruta establecida y, en aras de salir del paso, han dado al traste a las promesas y han multiplicado los problemas.

Se precian de su pragmatismo y de sus habilidades de negociación política. Pero no consiguen comprender que cada vez que una ley deja de cumplirse no sólo se falta a la palabra y se quiebra la confianza, sino que además se siembran nuevos terrenos de conflicto. Romper promesas no sólo es deshonesto, sino que también es imprudente, y más aún cuando el argumento para hacerlo es el reconocimiento de la debilidad propia: “Quise cumplir pero no pude, pues alguien más poderoso me impuso otro camino”.

Si las leyes mexicanas no se cumplen porque no se puede, significa que solamente pueden quienes cuentan con la fuerza para imponer sus propias reglas. Impartida esa lección —una lección que pronto cumplirá doscientos años de enseñanza—, quienes la aprenden saben que las leyes no son más que un telón de fondo, una escenografía, para negociar privilegios con las autoridades responsables de garantizarlas. Privilegio: privarse del cumplimiento de la ley, para obtener algún provecho propio. Algo que sucede cada día en nuestro país, desde las esquinas donde se negocian las mordidas hasta las oficinas de la SEP, donde los maestros belicosos han probado ser más fuertes que el Estado mexicano.

Cuando vengan, las explicaciones ya saldrán sobrando. ¿De qué servirá escuchar que había asuntos más importantes que cuidar o que la tranquilidad de las elecciones ameritaba una tregua en las evaluaciones o que la consabida responsabilidad política exigía una jugada mediática para cambiar los escenarios del conflicto o cualquier etcétera? El asunto de fondo será ya el mismo: quebrar el cumplimiento de la ley desde el Estado habrá causado un daño permanente en la confianza pública y habrá añadido nuevos factores de conflicto. Nos habíamos prometido tener una mejor educación y nos habíamos resignado a la paciencia de las cosas que toman mucho tiempo. Pero hoy, esa promesa también se ha roto.

¿Qué expectativas podemos tener con las demás promesas constitucionales y legales que se han hecho en estos años? ¿Acaso se cumplirán mientras se pueda y mientras no haya grupos o individuos más poderosos que consigan vulnerarlas? ¿Cómo podemos confiar en que la reforma anticorrupción todavía incompleta resistirá todas las presiones, si la mudanza más tersa y más noble de la reforma educativa ha sido derrotada a través de la violencia callejera? Nuestro gobierno no ha logrado comprender que romper una promesa es mucho más caro y peligroso que dejar de hacerlas. Ni mucho menos, que la prudencia a la que apela no consiste en ser habilidoso sino sabio y firme. Dicen que el país no está en llamas, pero le están soplando al fuego.

Fuente: El Universal