La tasa de homicidios se ha mantenido arriba de los 25 por cada cien mil habitantes, mientras que el crimen organizado ha avanzado en la captura de rentas de actividades económicas legales, más allá de sus esferas tradicionales de acción en los mercados clandestinos, sobre todo el de las drogas.
Entre los muchos fracasos y errores de política pública del Gobierno que ha entrado ya en su ciclo final está, sin duda, el pésimo manejo de la crisis de violencia heredada, pues no sólo no ha remitido, sino que en algunas zonas del país ha aumentado. La tasa de homicidios se ha mantenido arriba de los 25 por cada cien mil habitantes, mientras que el crimen organizado ha avanzado en la captura de rentas de actividades económicas legales, más allá de sus esferas tradicionales de acción en los mercados clandestinos, sobre todo el de las drogas.
El Gobierno de López Obrador, que comenzó con la promesa de rectificación tanto de la política de drogas como de la estrategia militarizada de seguridad, no sólo no cumplió con el cambio ofrecido, sino que ha profundizado la militarización de la seguridad y ha mantenido una política de drogas basada en el estigma y la criminalización de los usuarios de sustancias, ha errado en la forma de abordar la crisis de fentanilo, ha obstaculizado la regulación del cannabis, a pesar de los fallos judiciales y los esfuerzos legislativos, ha impedido el cambio legal para que la naloxona sea un medicamento de libre disposición y ha impedido la producción nacional de metadona para abordar el consumo problemático de opiáceos con una perspectiva de reducción de daños, todo lo contrario a lo anunciado en el Plan Nacional de Desarrollo en 2019.
La actuación de CONADIC, con sus campañas estigmatizantes de supuesta prevención, es vergonzosa; los centros privados de rehabilitación siguen sin regulación que los obligue a utilizar métodos de tratamiento avalados por la ciencia y que evite las graves violaciones de derechos humanos en las que con frecuencia incurren. En suma, la política de drogas del Gobierno de López Obrador sigue en la lógica de la guerra, con los recursos orientados a la persecución criminal y no a las políticas de salud.
Mientras tanto, el mercado clandestino de sustancias florece sin que la militarización exacerbada de la seguridad logre siquiera contenerlo. Las organizaciones criminales obtienen ingentes ganancias del tráfico nacional e internacional de sustancias, con las cuales siguen reclutando ejércitos y comprando armas, lo que les ha permitido controlar territorios completos en los cuales imponen sus exacciones ilegales. Ya no sólo son los mercados clandestinos de drogas, de armas o de personas las que están reguladas por la delincuencia, sino también actividades productivas y comerciales que deberían estar protegidas por el Estado están bajo el control de la violencia criminal.
Lo más grave del asunto es que en el horizonte de la política mexicana rumbo a las elecciones del próximo año no aparecen opciones viables al desastre provocado por la prohibición de las drogas y su pretendido combate militarizado. La precandidata que se ha convertido en un fenómeno de opinión pública, la que puede convertirse en la alternativa a la continuidad del actual grupo en el poder, Xóchitl Gálvez, ha salido con el dislate de reivindicar la política de seguridad de Felipe Calderón, precisamente la que detonó la imparable crisis de violencia que ha devenido en conflicto armado interno, como bien lo ha calificado José Ramón Cossío.
Mientras no cambie la política de drogas, los incentivos económicos para las organizaciones criminales seguirán siendo muy altos y no habrá manera de frenar su reproducción, por más alijos que se decomisen y más capos que se detengan. Es una historia ya harto conocida. Es verdad que la violencia de ese mercado se podría reducir con una estrategia de seguridad de carácter civil y con fortalecimiento del Poder Judicial y de las fiscalías para perseguir delitos concretos, sin la lógica bélica impuesta por el despliegue castrense, pero mientras el jugoso negocio de las drogas sea ilegal y el Estado no desarrolle estrategias de regulación diferenciada de las distintas sustancias psicotrópicas, de acuerdo con su peligrosidad relativa, las organizaciones criminales lo seguirán controlando sin pruritos sobre la salud y la seguridad de los consumidores y seguirán acumulando recursos para competir con el Estado por la gobernabilidad de regiones enteras.
Dentro de un par de semanas, el 7 y 8 de septiembre, se llevará a cabo en Cali, Colombia, la Conferencia sobre Política de Drogas que reunirá al Presidente López Obrador con su homólogo colombiano Gustavo Petro. Se trata de una oportunidad para que, de consuno, dos de los países más afectados por la guerra contra las drogas impulsada por Estados Unidos planteen un cambio de estrategia, que retome los acuerdos alcanzados en la Sesión Extraordinaria de la Asamblea de las Naciones Unidas Sobre el Problema Mundial de las Drogas, UNGASS, de 2016, donde se apostó por un tránsito hacia una política de drogas con el centro puesto en los derechos humanos, la salud pública y la justicia social.
Lamentablemente, es muy probable que la conferencia de Cali se acabe centrando en la estrategia impuesta por el Gobierno norteamericano en la recién creada Coalición Global para abordar las amenazas de las drogas sintéticas, que no es otra que la de la profundización de la lógica de guerra y que no toma en cuenta el papel que la prohibición ha jugado en la exacerbación de la crisis de opiáceos y en su cauda de muertes por sobredosis.
México y Colombia deberían ponerse a la cabeza de una coalición para cambiar la fallida política de prohibición de las drogas que tanto daño le ha causado a ambos países. Gustavo Petro ha mostrado alguna intención positiva de cambio, mientras que López Obrador ha mantenido una posición moralista y de profunda ignorancia sobre el tema. Lo más probable es que la Conferencia de septiembre se convierta en una nueva oportunidad perdida.
El cambio de política de drogas debería estar en el centro mismo de cualquier alternativa de Gobierno en México rumbo a las elecciones de 2024; sin embargo, ni la más probable candidata oficialista ni la de la oposición parecen estar dispuestas a entrarle a fondo a un tema que es crucial para la supervivencia misma del Estado mexicano.
Fuente: Sin Embargo