Para Mauricio Merino.

Toda sociedad que vive un terremoto de cambios acelerados tiene que enfrentar una pregunta sin consensos, ni respuestas cómodas: ¿Qué hacemos con la historia? Alemania y Japón al final de la Segunda Guerra Mundial, Europa del Este con el colapso del comunismo, América del Sur en el ocaso de las dictaduras militares, Sudáfrica después del apartheid. Cada una de estas geografías y naciones tuvieron circunstancias incomparables e irrepetibles, pero todos estos países tuvieron que encontrar alguna forma de exorcismo para lidiar con sus respectivos pasados. El México de hoy está marcado por dos heridas antiguas y vigentes: los derechos humanos y la corrupción. La respuesta que se ofrezca para ambos desafíos determinará, en gran medida, la prestancia con la que nuestro país podrá mirar al porvenir. La ruta de nuestro futuro estará marcada por el lugar que encontremos para ubicar al pasado.

En materia de derechos humanos, hay dos cifras que forman una bruma imposible de disipar para poder mirar la verdad histórica de los últimos sexenios. La primera cifra es 194, esas son el número de personas desaparecidas atribuibles a autoridades municipales, estatales o federales de acuerdo a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas. El segundo número es 23 mil, la suma de nombres en el Registro Nacional de Personas Extraviadas. 194 y 23 mil son dos magnitudes muy distintas al cuantificar la escala de una tragedia humana. La cifra de tres dígitos no es pequeña, pero representa una investigación judicial muy distinta que averiguar la suerte individual de las víctimas de un genocidio. Resolver la incertidumbre entre estas cantidades no es sólo una necesidad de justicia, sino una manera de definir nuestra identidad colectiva: ¿somos un país donde 23 mil familias quedaron enlutadas en la más pavorosa incertidumbre o somos una nación que tiene que resolver 194 casos de desapariciones forzadas? La gobernabilidad de México pasa en gran medida por aclarar esta terrible incertidumbre.

La periodista Denise Maerker publicó un texto con una pregunta desagradable y oportuna sobre nuestro pasado persistente: “¿Amnistía para los políticos corruptos?” (El Universal, 24-II-2014). La disyuntiva provoca náuseas, pero el pragmatismo tiene su razón de ser: un sólido sistema de instituciones anticorrupción pondría en riesgo la impunidad de un número importante de autoridades de los principales partidos políticos. Los propios coyotes serán los encargados de implementar el sistema de sanciones para proteger a las gallinas.

Esta semana, la Cámara de Diputados dio un paso importante para aprobar un Sistema Nacional Anticorrupción. Sin embargo aún falta mucho. El Senado debe aprobar la iniciativa y luego la mayoría de los congresos estatales deberán ratificar los cambios a la Constitución. Posteriormente se abre un plazo de un año para aprobar la ley secundaria en la materia. Durante este proceso pesarán las sombras de muchos escándalos conocidos o por conocer. La reforma anti-corrupción tiene entre sus enemigos a varios de los políticos más encumbrados de México.

Para romper con su pasado, muchos países decretaron amnistías e indultos para torturadores, violadores y asesinos. ¿Qué debe hacer México para enfrentar una práctica donde el poder político se ejerce como una forma de patrimonio personal? No tengo estómago para proponer una respuesta, pero la pregunta está escrita con letras mayúsculas sobre los muros gigantes de todas las casas financiadas por hipotecas Higa. Como dice William Faulkner, el pasado no ha muerto, ni siquiera ha pasado.

@jepardinas

Fuente: Reforma