El Pacto por México se ha convertido en el documento político principal de estos primeros meses del nuevo sexenio, quizás, porque los partidos políticos más importantes no habían trazado un horizonte de cambios plausibles desde mediados de los años 90 y porque durante casi tres lustros, lo que prevaleció fueron más bien acuerdos puntuales construidos sobre la marcha. Si bien se produjeron reformas relevantes al marco constitucional —como lo han demostrado Marván y Casar en un documento presentado en el CIDE—, esas reformas no se desprendieron de un proyecto democrático pactado, articulado y de largo aliento.
Sin embargo, el Pacto por México no forma parte de las instituciones formales, ni cuenta con medios legales que garanticen su cumplimiento, ni obliga al gobierno a ceñirse a su contenido, ni incluye otra voluntad que no sea la de quienes suscribieron el pacto. En cambio, el Plan Nacional de Desarrollo que todavía está por venir sí se desprende de la Constitución, sí será de cumplimiento obligatorio para el gobierno federal —y de paso para los estatales que suscriban convenios con el primero— y, según la Ley de Planeación que sigue vigente, su contenido sí debe servir inequívocamente para organizar todos los programas futuros y aun para darle sentido a todas las acciones que emprenda la administración pública federal durante el sexenio. Pero hasta ahora, nadie sabe a ciencia cierta cómo se vincularán esos dos documentos: el que suscribieron los aparatos políticos y el que habrá de promulgar el gobierno, de conformidad con la Constitución y las leyes.
No es asunto trivial. El artículo 26 constitucional dice, literalmente, que “la planeación será democrática. (Y añade que) mediante la participación de los diversos sectores sociales recogerá las aspiraciones y demandas de la sociedad para incorporarlas al plan y los programas de desarrollo”. No dice que serán los partidos quienes articularán o suplirán esa participación, sino que la ley facultará al Ejecutivo para organizar los procedimientos que seguirá la consulta popular que debe desembocar en un plan. Y la ley de planeación, por su parte, le otorga esa atribución específica a Hacienda —que no a Gobernación, donde se ha cocinado el Pacto por México— “tomando en cuenta las propuestas de las dependencias y entidades de la Administración Pública Federal y de los gobiernos de los estados, los planteamientos que se formulen por los grupos sociales y por los pueblos y comunidades indígenas interesados así como la perspectiva de género”.
La misma ley es todavía más precisa, al establecer que será “en el ámbito del Sistema Nacional de Planeación Democrática (donde) tendrá lugar la participación y consulta de los diversos grupos sociales, con el propósito de que la población exprese sus opiniones para la elaboración, actualización y ejecución del Plan y los programas a que se refiere esta Ley”. Y dice, a la letra: “Las organizaciones representativas de los obreros, campesinos, pueblos y grupos populares; de las instituciones académicas, profesionales y de investigación de los organismos empresariales; y de otras agrupaciones sociales, participarán como órganos de consulta permanente en los aspectos de la planeación democrática relacionados con su actividad a través de foros de consulta popular que al efecto se convocarán. Así mismo, participarán en los mismos foros los diputados y senadores del Congreso de la Unión”.
Las mismas normas establecen que el Plan —precedido por toda la parafernalia de consultas, foros y opiniones de toda índole— debe publicarse a más tardar el próximo mes de mayo. Y mientras el tiempo transcurre, al gobierno de Peña Nieto le van quedando poco más de tres meses para cumplir la Constitución y las normas de planeación democrática, sin que a la fecha se haya definido en qué consistirá exactamente ese adjetivo (democrática), ni cómo o con quién serán las consultas ni, mucho menos, cómo se producirá la magia de convertir el Pacto firmado entre las élites partidarias en un Plan Nacional cuyo marco legal sigue vigente y cuyos productos, más allá de acuerdos coyunturales, serán de cumplimiento obligatorio para todo el país. He aquí lo malo de la innovación cuando carece de bases jurídicas pues, al final del día, no será el Pacto sino el Plan el que determine la verdadera ruta a seguir.
Publicado en El Universal