Estoy seguro de que se trata de un error derivado del tráfago de campaña aunque, tras él, alcanzo a ver otro de mucho mayor calado: apenas al comenzar la última semana de mayo, Andrés Manuel López Obrador escribió en estas páginas que era “indispensable dotar de plena autonomía al IFAI”. Pero el domingo de esa misma semana, una nota de prensa asegura que declaró que “el IFAI no sirve de nada”. Dos afirmaciones opuestas que no sólo demuestran una contradicción sino, quizás, una percepción errónea del candidato retador sobre un tema toral de la agenda pública del país.
El punto fino parece estar en un párrafo posterior del mismo reporte, que asegura que el candidato “criticó la burocracia creada por el IFAI y dijo que los comisionados cobran entre 200 y 300 mil pesos al mes (…) y no hacen nada”. Tres acusaciones que no se sostienen con datos, pero que expresan el repudio de Andrés Manuel —a un tiempo sincero y políticamente eficaz— por cualquier cosa que huela a burocracia.
Según la página de transparencia del propio IFAI, todo el personal de esa institución se integra con 441 plazas, los comisionados cobran 138 mil 153 pesos mensuales y, además de garantizar el acceso a la información federal, atienden, también, la protección de datos personales que los legisladores les echaron encima. En otras palabras, el IFAI no tiene una burocracia pesada, los comisionados no cobran más que cualquier otro funcionario de ese nivel y el organismo hace mucho más por la sociedad que buena parte de los aparatos inútiles del país.
No obstante, el discurso que se opone a los privilegios de los burócratas vende bien en las plazas públicas. Se les acusa, con buenas razones, de ser el pivote de la corrupción que ha destrozado la confianza social, que ha minado la eficacia de los gobiernos y que ha permitido la acumulación de fortunas tan ofensivas como imposibles en otros países más respetables. De modo que López Obrador utiliza ese agravio para conectar con sus partidarios, lanzando acusaciones a diestra y siniestra contra las instituciones que se le ponen enfrente, en la confianza de que alguna de ellas acabará siendo cierta. A cambio, ofrece bajar sueldos y eliminar burocracias. El eje del argumento es que el pueblo debe gobernarse a sí mismo: que sólo el pueblo puede salvar al pueblo. Pero añade algo más: el liderazgo de personajes honestos, como garantía de que su gobierno, funcionará mejor que cualquier otro.
Con todo, la fuente original de la corrupción no está solamente en los individuos que se corrompen, sino en el sistema que los produce. La corrupción individual no es causa sino consecuencia de la falta de rendición de cuentas. Si Andrés Manuel López Obrador cree que la solución es la “limpieza moral” que consiste en quitar a los malos para poner a los buenos —juzgando a buenos y malos por su cercanía con el líder—y piensa que, en lugar de burócratas, hay que poner amigos que dirijan al pueblo, no habrá hecho más que revolcar a la misma gata. La trayectoria de varios de sus colaboradores demuestra el error que está cometiendo: sin un sistema completo de rendición de cuentas, basado en normas y procedimientos abiertos, los buenos acaban volviéndose malos.
Lo que hace falta no es acabar con los corruptos uno por uno, sino romper con el sistema que los produce. Lo que necesitamos es una política pública que obligue a los funcionarios a rendir cuentas de lo que hacen y dejan de hacer, de las razones que esgrimen en ambos casos y un sistema coherente que premie o castigue las consecuencias de esas conductas. Lo que nos falta no son sólo personas sino instituciones honestas.
La Red por la Rendición de Cuentas ha invitado a AMLO a dialogar francamente sobre estos temas, en un formato horizontal y directo, porque quienes participamos en ella perseguimos la misma causa, aunque tengamos diagnósticos diferentes. Pero hasta ahora no hemos tenido respuesta. Sin embargo, estoy seguro de que ese diálogo le ayudaría mucho al candidato que ha enarbolado la honestidad valiente.
Publicado en El Universal