Las agendas de los presidentes nunca son completamente suyas. Los jefes de Estado proponen rutas a seguir, diseñan estrategias y utilizan sus poderes para impulsarlas con todos los medios a su alcance –que no son pocos–, pero hay un momento en el que su capacidad de controlar esas agendas se derrota ante la realidad. No hay un tiempo exacto, ni una ecuación perfecta para determinar hasta dónde llega el juego entre la agenda del poder y la impuesta por las circunstancias. Pero todos los jefes de Estado atraviesan por ese punto de inflexión.
Tengo para mí que Ayotzinapa simboliza ese momento: hasta antes de la desaparición de los 43 normalistas de Guerrero, todo parecía indicar que la agenda diseñada por el Presidente Peña estaba marcando el ritmo y la secuencia de las decisiones y de los movimientos de quienes integran el régimen político (incluyendo a sus opositores). Pero después de ese episodio ya no es así. La agenda pública se ha impuesto sobre la agenda controlada del Estado. Y a partir de ahora, los temas serán otros y la forma de abordarlos, necesariamente, tendrá que ser distinta.
He aquí una de las pruebas principales para distinguir al estadista –según la jerga habitual—del político tradicional: la capacidad del primero para adaptarse a las circunstancias que les son impuestas y tomar las decisiones adecuadas para conservar la estabilidad, la gobernabilidad y la confianza. Ese conjunto de instituciones políticas abstractas que hacen la diferencia entre éxito y fracaso de las sociedades sobre las que actúan. Gobernar no es controlar con rigidez todos los actos diseñados desde el primer momento, sino saber seleccionar a tiempo los temas que reclaman atención y adaptar los mandos y los medios del Estado para hacerles frente.
No hay duda de que el primer momento impuesto por la nueva agenda pública está en la solución que el gobierno debe ofrecer al caso Ayotzinapa, con el detalle y el escrúpulo que amerita. No es otro caso judicial, sino el primer punto de inflexión de este sexenio. Pero precisamente por la fuerza simbólica del caso, el segundo momento será la respuesta de fondo a la debilidad que el Estado ha mostrado ante la escalada de violencia, impunidad y corrupción. Aun cuando ocurriera el milagro de encontrar con vida a los muchachos secuestrados, la trama completa de su desaparición ya está exigiendo una respuesta completamente diferente ante a la magnitud de los temas revelados.
Para poder afrontar la situación, el Estado tiene que salvarse primero a sí mismo. Y esa agenda estructural –como les gusta llamarla a los políticos—todavía no está en la mesa. La verdad es que el sistema de justicia mexicano no funciona desde abajo: las policías, los ministerios públicos y los jueces del país están muy lejos de contar con las competencias suficientes para enfrentar la infiltración, la colusión y la fuerza demostrada por los criminales. Y lo mismo puede decirse, sin reparos, de las capacidades de las administraciones públicas: capturadas desde sus raíces por clientelas partidarias y libres de rendir cuentas de sus actos, nuestras burocracias flaquean muy pronto ante la corrupción. Y lo cierto es que todos esos aparatos burocráticos –funcionarios, policías y jueces—constituyen la base del edificio del Estado. Lo que Ayotzinapa ha demostrado es que esos cimientos son frágiles y quebradizos. Y reconstruirlos es la clave de la agenda que el Estado ya no puede ignorar.
Es un buen signo que el Presidente haya convocado a debatir sobre los contenidos de esa nueva agenda, que consiste –nada menos— en reconstruir el Estado de derecho. Pero sería deseable que la convocatoria no sea un recurso para salir del paso y volver a la rutina. Ya no hay vuelta atrás: el segundo momento del sexenio ha comenzado y lo que se haga –o se abandone—ahora, será definitivo para muchos años más.