La marcha de Javier Sicilia por los Estados Unidos llegará a Washington cobijado por organizaciones de la sociedad civil comprometidas con los derechos humanos, amplificada por los foros que se abrirán en instituciones como el Woodrow Wilson Center y acompañada, ojalá, por la prensa democrática estadounidense. Pero no será fácil que consiga modificar las percepciones que hay sobre México en casi toda la geografía del país vecino, ni que logre derrotar el peso de las palabras que se repiten cada vez que alguien lo menciona arriba de su frontera norte: ¿México? Violencia y drogas.
Los estadounidenses están preocupados por otras razones: a punto de entrar a la fase crítica de las campañas en las que se decidirá si el presidente Barack Obama continúa por un segundo periodo en la Casa Blanca o es relevado por Mitt Romney —el candidato casi perfecto para la derecha más conservadora y reluctante de ese país—, la gente piensa más en la economía y el empleo, esas otras dos palabras cargadas de simbolismos locales, que en modificar las relaciones que mantienen con su violento vecino del sur. México no está en el horizonte cotidiano de los ciudadanos comunes de los Estados Unidos, ni los problemas que afronta nuestro país son entendidos, ni siquiera remotamente, como si fueran propios. Si algo interesa a los estadounidenses es, acaso, la encarnación cotidiana de esos problemas distantes en otras dos palabras que sí les afectan: inmigración ilegal.
No obstante, los grupos políticos y académicos mejor informados sobre la vida de México y sobre el peso que ésta tiene en la economía y la sociedad de los Estados Unidos saben que, a partir del principio del 2013, habrá un nuevo gobierno en Los Pinos y uno renovado en la Casa Blanca y que ambos estarán obligados a trabajar juntos, al menos, por un periodo de cuatro años. Saben que México es uno de los tres países con mayor peso en las relaciones económicas y políticas de Estados Unidos con el exterior y saben, también, que las condiciones en las que se han fundado los vínculos con los mexicanos durante los últimos tres lustros han cambiado ya dramáticamente. Esos grupos han entendido que la agenda entre ambos países no puede seguir atada a los problemas migratorios y comerciales, ni cultivada sin más por la desconfianza mutua. Para bien y para mal, los últimos años han modificado las circunstancias, los criterios y las respuestas que habían servido por años para explicar las relaciones entre ambos países.
Pero no será repitiendo las palabras “violencia y drogas” como podrá construirse una relación diferente entre estadounidenses y mexicanos. De ahí la esperanza que me despierta, a pesar de todo, el recorrido de Javier Sicilia por territorio del país vecino. Quizás no produzca ningún efecto inmediato y probablemente no consiga despertar la conciencia del gobierno de Estados Unidos para detener el flujo de armas y endurecer las sanciones por el consumo de drogas en ese país, pero, con un poco de suerte, podría lograr que las palabras “dignidad y justicia” sean escuchadas con una entonación diferente y, en lugar de ver solamente a los narcos, la sociedad estadounidense comience a ver a las víctimas, y en lugar de ver gobiernos corruptos e ineficaces, vea a una sociedad que merece justicia y que está dispuesta a luchar por ella, en todos los planos pacíficos a su alcance.
Si al final de su recorrido Javier Sicilia consigue encontrar comprensión y apoyo —otras dos palabras ausentes en el intercambio entre mexicanos y estadounidenses—, le habrá hecho un enorme servicio a los dos países: a Estados Unidos, para que finalmente comprendan que el bienestar de sus vecinos del sur es, en buena medida, una condición para mantener vigente el suyo propio, y a México, para desandar poco a poco el daño que le ha causado esa combinación funesta entre la violencia feroz de los criminales, la corrupción de las policías y la obstinación del gobierno que ya se va. Si le va bien a Javier, nos irá bien a todos.