Si alguna lección indeleble dejó Maquiavelo fue que el propósito supremo de la política es la eficacia. Pero no cualquiera, ni ganada de cualquier modo. La eficacia a la que se refería Maquiavelo —y de la que hablaban ya sus predecesores, desde Virgilio, a quien cita con amplitud en El Príncipe— no era la del maquiavelismo vulgar según el cual “los fines justifican los medios”, frase que ha producido una de las mayores confusiones sobre el pensamiento político en toda la historia, sino la que se cifra en la conservación y la grandeza de los Estados, como condición para la unidad y el bienestar de los gobernados.
No eran los fines del gobernante ni el uso imprudente de cualquier medio los que aplaudía el florentino, sino única y exclusivamente los que sirvieran a los propósitos del Estado; es decir, a la organización política de los individuos que conviven en un territorio y quieren hacerlo en las mejores condiciones posibles de paz, bienestar y unidad. Era en este estricto sentido que la selección atinada de medios —incluyendo la fuerza, la astucia y las malas artes, en caso de ser indispensables— podía ser plenamente justificada. La eficacia es, pues, el valor supremo de la política, pero siempre que la política se entienda como el vehículo para engrandecer el Estado y ofrecerle el mayor bienestar a los gobernados.
La eficacia es así un propósito superior, pero subordinado a los valores que justifican la razón de ser de un Estado. No es un motor que avanza a tontas y a locas en cualquier dirección; ni mucho menos la que se justifica a sí misma en función de una mayor dotación de poder para quienes gobiernan, pasando por encima de lo que sea. La eficacia tampoco es la persecución obstinada de los fines que se le ocurren al gobernante, sólo porque está al mando temporalmente, ni el control obsesivo de todos los recursos que tiene a su alcance para mostrarse infalible y obedecido ante cada uno de sus mandatos. Lo que admiraba Maquiavelo no era la pura acumulación de poder, sino su uso inteligente para imponer orden, para defender al Estado de sus múltiples enemigos —internos y externos— y para producir bienestar y certidumbre a los gobernados. No era la apropiación sino la renuncia a los fines personales lo que apreciaba más entre los príncipes exitosos.
Cuando leo que el Presidente de la República advierte que el 2014 será el año de la eficacia, no puedo evitar el escalofrío que me produce ese maquiavelismo mal entendido. Para leerlo bien, el Presidente tendría que haber dicho que este será el año de la paz y del bienestar de todos los gobernados, y que eso se logrará mediante la conservación y la grandeza de las instituciones políticas; y tendría que haber añadido que él, en lo personal, se entregará en cuerpo y alma a lograr esos fines con la mayor eficacia, renunciando a cualquier cosa que se oponga al propósito superior de la vida política. Pero todo me dice que desde su mirador, la eficacia equivale más bien a obtener, de cualquier modo, el resultado previsto por él mismo. Es la extensión del eslogan ya conocido, según el cual: “Te lo firmo y te lo cumplo”.
Si la eficacia así entendida será el valor superior —y no el propósito instrumental para conseguir los fines supremos de la conservación del Estado, de la paz y del bienestar— lo que cabe suponer enseguida es que cualquier cosa que se oponga a sus propios designios será vista como un obstáculo y cualquiera que opine distinto será visto como un enemigo. Y mayor grima me produce lo que leerán de esa frase sus colaboradores y subordinados: una orden para cumplir de manera tajante las instrucciones del Presidente, a cualquier costo. Exactamente el polo opuesto al Estado y al príncipe que quería Maquiavelo.
La eficacia es, acaso, el precio que debe pagarse para honrar los valores que mantienen en paz y con bienestar a un Estado. Pero como escribió Machado: es un necio quien confunde valor y precio.
Fuente: El Universal