La única diferencia evidente en materia de seguridad entre el gobierno federal anterior y el actual había sido la reticencia de este último por colocar el tema en la agenda pública, especialmente en relación con el narcotráfico. Sin embargo, esta estrategia estaba condenada desde un principio a ser alcanzada por la realidad. La reducción de la exposición mediática de la violencia y la criminalidad tiene efectos temporales, más aún si no se presentan resultados palpables. Por si fuera poco, el problema no sólo es la delincuencia, sino la forma y el grado en los cuales ha infiltrado a las instituciones en los tres niveles de gobierno. Esto sin mencionar otros daños colaterales al prestigio institucional de las fuerzas de seguridad producto de violaciones a los derechos humanos, tal como sucedió en el caso Tlatlaya. En suma, el gobierno ya no puede ignorar la contradicción que existe entre el país pujante, moderno y en movimiento que se presenta al mundo, y el endeble estado de derecho que padece México de manera cotidiana.
Si a las aberraciones de las últimas semanas se incorporan los números de la recién publicada Encuesta Nacional de Victimización (ENVIPE), no sólo se describe un escenario radicalmente distinto a la fantasía que el gobierno federal se esfuerza por presentar, sino también se pone en serio entredicho la capacidad del gobierno para generar soluciones de fondo. Más allá de la comunicación, hasta ahora el enfoque del gobierno en materia de seguridad había sido –como en todos los aspectos de su administración- centralizador. Por ejemplo, el nombramiento de un comisionado para atender la crisis en Michoacán, revivió el prurito del metaconstitucionalismo de los poderes presidenciales ejercidos durante el régimen autoritario. Además, en un esquema democrático y federalista como al que México se supone aspira, la intervención del gobierno federal cada vez que hay una crisis en alguna de las entidades, en suplencia de la autoridad local, no es una señal de la fortaleza del Estado mexicano sino de su debilidad. Aunque en el caso de Guerrero se actuase de forma distinta, la de por sí escasa imaginación de los gobernantes se está agotando.
Finalmente, cabe destacar que los casos Tlatlaya y Ayotzinapa son particularmente delicados dado el involucramiento directo de dos de las principales fuerzas del Estado abocadas a la salvaguarda de la seguridad interior de México: el ejército y la policía, la seguridad nacional y la seguridad pública, respectivamente. El fracaso del andamiaje institucional diseñado para proteger los derechos humanos y garantizar la seguridad del país podría caerle como una pesada e insalvable loza a la imagen tan cuidada del gobierno de Peña Nieto. No es exagerado considerar la situación actual como un punto de inflexión que pudiera definir el sello distintivo de la presente administración federal, para bien o para mal. Tanto el riesgo como la oportunidad están ahí. El gobierno tiene la palabra.