Graco Ramírez es un político peculiar. Es de los pocos integrantes del PRD que han logrado llegar a un gobierno estatal sin tener un notable pasado priista ni contar con una red de clientelas propia. Desde muy joven se ha presentado como militante de una izquierda pragmática –a veces en demasía, pues no hay que olvidar que su militancia formativa, la que definió su forma de entender y hacer política, fue en el Partido Socialista de los Trabajadores, el del inefable Rafael Aguilar Talamantes, aupado por Luis Echeverría con la intención de promover a una izquierda dócil al PRI para contrapesar al Partido Comunista y a los radicales que se iban a la guerrilla.

Ramírez Garrido no fue un personaje menor en aquel partido. Por el contrario, Aguilar Talamantes lo hizo su lugarteniente. Secretario General en el momento de la negociación de la reforma política de 1977 y diputado en la primera legislatura en la que tuvo registro el PST, después fue protagonista de la escisión que llevó a buena parte del partido a incorporarse en el Partido Mexicano Socialista en 1987 con el grupo que hoy forma el núcleo principal de la corriente Nueva Izquierda, mejor conocida como la de los “Chuchos”, la más fuerte de las que hoy integran el PRD, gracias en buena medida a las prácticas organizativas heredadas del partido original, no exactamente basadas en la libre afiliación ciudadana.

Pero Graco ha marcado su distancia frente a su corriente original y ha optado por una carrera más bien individual. Diversificó sus alianzas y se atrincheró en Morelos, de dónde se hizo ciudadano adoptivo. Desde ahí fue construyendo, peldaño a peldaño, su escalera hacia el gobierno local, al que finalmente logró conquistar.

Sin embargo, a pesar de su larga trayectoria de militante de izquierda, nunca Graco ha sido un hombre con una ideología estructurada; lo suyo han sido las ideas sueltas que toma de un lado u otro, según le suenen. Ya como gobernador, ha estado lejos de tener un proyecto de renovación coherente para el estado. Rebasado por la violencia, tampoco ha sorprendido como un gobernante innovador, audaz. SU proyecto para Cuernavaca, por ejemplo, no va más allá de la construcción de segundos pisos y su gran ocurrencia para el transporte público en una ciudad abigarrada y caótica es un teleférico urbano. No tiene una idea de regeneración urbana para crear una mejor convivencia ciudadana y sigue apostando por los coches particulares como lo han hecho todos los gobiernos desde los tiempos del desarrollismo.

Agobiado por los temas de seguridad, da palos de ciego. Enfrentado a la descomposición de los cuerpos de seguridad locales, tampoco ha sido capaz de voltear a ver hacia las opciones elaboradas desde la academia y la sociedad. No ha sabido abordar el tema de la renovación de los cuerpos policíacos ni la del ministerio público. No ha tenido la audacia de entrar al debate de la regulación no punitiva de las drogas y ahora adopta la conservadora política de los tribunales de drogas, desarrollada por los republicanos en los Estados Unidos para ablandar la estrategia prohibicionista sin renunciar a la guerra.

Los tribunales de drogas (los que no saben español les llaman “cortes” en una mala traducción del término inglés, como la que hicieron los constituyentes de 1824 cuando llamaron corte a nuestro tribunal supremo) son un invento que puede tener un sentido progresivo en los Estados Unidos donde el consumo de sustancias en sí mismo es un delito. Su función es hacer que los culpables de delitos menores sean relevados de la pena a cambio de que declaren su dependencia a alguna sustancia, ya sean drogas ilegales o legales, como el alcohol, y acepten ser juzgados por su consumo y condenados a la rehabilitación.

El principio en el que se basa el sistema de tribunales es el reconocimiento de que el consumo de sustancias es un delito en sí mismo, una falta punible por el Estado. De entrada, esa concepción choca con el derecho mexicano que nunca ha considerado delito el consumo de substancias. Los delitos son la posesión, el transporte o el comercio, no el consumo. Con la adopción de los tribunales de drogas, en varios estados del país se está dando un paso atrás en la manera de abordar el tema del consumo, aunque parezca lo contrario. En lugar de adoptar una perspectiva de salud y reducción de riesgos y daños, los tribunales de drogas criminalizan a los consumidores, en un sentido contrario a lo que debería ser una estrategia de separación entre consumo y delito.

Graco Ramírez, en lugar de ponerse a la vanguardia en el tema de política de drogas en un estado en el que según los estudios demoscópicos su capital es la ciudad del país que más ampliamente acepta la regulación de la marihuana para usos terapéuticos, se ha puesto a la zaga de los estados más conservadores y de la Secretaria de Gobernación, tan proclive a seguir los dictados de los Estados Unidos cuando otros países latinoamericanos ya han marcado su distancia y empiezan a experimentar sus propias rutas frente a una estrategia claramente fracasada. La falta de ideas es letal para un político pragmático.

Fuente: Sin Embargo