Es bien sabido que uno de los conflictos recurrentes de la historia de la construcción estatal mexicana ha sido la cuestión de la laicidad de la esfera pública, frente a las pretensiones de la Iglesia hegemónica por controlar a la organización con ventaja competitiva en la violencia que pone las reglas del juego social y usarla en favor de sus particulares intereses y formas de entender la moral y la convivencia. México nació a la vida independiente con base en un pacto del que formaba parte la jerarquía católica, precisamente en contra de la vigencia de la Constitución de Cádiz, que le quitaba privilegios al clero y proclamaba la libertad de cultos, y hasta la guerra de Reforma el poder político de ésta no fue seriamente enfrentado.
Los liberales decimonónicos definieron su proyecto precisamente en torno a la necesidad de construir un poder que estuviera por encima de la confesionalidad religiosa. La Iglesia pretendidamente universal apoyó con recursos, con plegarias y con toda su influencia social a quienes los combatieron con las armas. Estaba en juego no sólo la capacidad de usar la fuerza del Estado para imponer una moral particular –por más mayoritaria que fuera–, sino también la enorme riqueza acumulada por las corporaciones religiosas, grandes terratenientes desde el Virreinato. Los liberales triunfaron, expropiaron las tierras y las riquezas y, al final, pactaron una forma de convivencia.
Porfirio Díaz, con su particular manera de gestionar los conflictos, institucionalizó la negociación de la desobediencia de la ley como forma de apaciguamiento en todos los ámbitos potencialmente conflictivos de la vida social y la relación entre la Iglesia católica y el Estado era uno especialmente sensible, así que optó por la tolerancia frente al cumplimiento de las leyes de reforma por las que había luchado con las armas en la mano. David Brading, el notable historiador inglés, narra en un artículo sobre Francisco Bulnes un episodio ilustrativo de la manera en la que Díaz administró la relación con la Iglesia permitiendo la violación de la ley: durante la década de 1890, Bulnes había hecho campaña de prensa contra Próspero Cahuantzi, Gobernador de Tlaxcala, por permitir que se hicieran manifestaciones religiosas en las calles. Sin embargo, el Presidente Díaz intervino para impedir cualquier proceso judicial, explicando a Bulnes –entonces Diputado y feroz articulista anticlerical– que las leyes de la Reforma eran admirables, “pero no son las leyes del país; no son las leyes del pueblo mexicano”, pues la mayoría católica las odiaba por estar contra su religión.
Si bien Díaz contemporizó con la Iglesia católica y no avanzó mucho en la idea de Juárez de generarle competencia a través de promover la entrada a México de cristianos evangélicos, la pedagogía liberal y positivista de los institutos de enseñanza de la época era fuertemente anticlerical e influyó en la ideología de los revolucionarios que hicieron la Constitución de 1917; de ahí que el nuevo texto constitucional no fuera simplemente laico sino que tuviera un carácter militante anti religioso, lo que no contribuyó, a la larga, a fortalecer al Estado como una entidad por encima de cualquier confesión y, por el contrario, lo situara como un adversario a vencer por parte de una Iglesia que no ha renunciado, aún hoy, a sus pretensiones de influencia política.
La legislación anticlerical llevó a la guerra cristera y, después de ella, a una nueva etapa de negociación de la desobediencia: las leyes no se modificaron, pero como en los tiempos de Díaz no se cumplían en muchos aspectos, como en el de la prohibición de que hubiera escuelas primarias, secundarias y para hijos de trabajadores de carácter confesional. En efecto no hubo en México un Colegio San Ignacio de Loyola, pero para nadie era un secreto que el que se denominaba “Patria” era regido por los jesuitas o que en lugar de ponerle Santa Teresa de Jesús, las monjas devotas de la de Ávila optaran por llamar “La Florida”, neutro toponímico, a su escuela.
El resultado fue que la legislación, en ese como en otros ámbitos, se convirtió en una frontera para la negociación y no en el auténtico marco de reglas del juego de la sociedad, con el consecuente debilitamiento del orden jurídico. La Iglesia se acostumbró a que las autoridades se hicieran de la vista gorda respecto a sus violaciones y el Estado institucionalizó su propia condescendencia. Cuando Salinas reformó la ley, con el argumento de que lo hacía para hacerla más efectiva, lo único que logró fue mover la frontera de la negociación en favor de una Iglesia cada vez más empoderada.
La Iglesia católica, por su parte, había dedicado buena parte del proselitismo de sus organizaciones de base a captar a los militantes medios del PRI en las ciudades provincianas. Así hoy los priístas de Puebla son Caballeros de Colón o los de Campeche militantes del Movimiento Familiar Cristiano. No es de sorprender, entonces, que haya gobernadores que encomienden al Sagrado Corazón su gestión y su estado.
Lo novedoso de la última andanada contra el Estado laico –esa que mostró a la Alcaldesa de Monterrey convocando como en el medioevo a Jesucristo para que la auxiliara y parara la peste de nuestro tiempo, la narcoviolencia– es que no proviene sólo de una estrategia católica para usar al Estado en su provecho, sino que marca un cambio en la actitud de las comunidades evangélicas, tradicionalmente defensoras del Estado laico como una protección frente a la confesión hegemonía. Resulta que ahora los pastores, bajo el influjo de sus colegas estadounidenses, también están optando por tratar de usar el aparato estatal a su favor.
El Estado laico no es importante sólo por un principio ideológico; lo es, sobre todo, por una razón práctica: es garantía de convivencia en una sociedad diversa. La tolerancia religiosa y la libertad de conciencia amparadas por el Estado se abrieron paso históricamente como principios después de siglo y medio de matanzas sectarias en Europa. En el siglo XXI México es un país diverso que no cabe en una sola Iglesia ni en una sola moral, por lo que el Estado debe garantizar que nadie imponga una visión particular de creencia en la legislación ni en la vida de los demás. Los evangélicos juegan con fuego cuando propician manifestaciones como la de la Alcaldesa regiomontana: se olvidan de la importancia de un Estado laico para proteger a su grey de ataques como los que recurrentemente han sufrido en Ixmiquilpan, Hidalgo o en las comunidades chiapanecas.
Eso sí: el gobierno de Peña, como el de Porfirio Díaz o los de la época clásica del PRI opta por hacerse de la vista gorda y aceptar la violación de la ley. Osorio Chong parece no haber visto nada; el flamante artículo cuarenta de la Constitución es para él mero papel mojado.
Fuente: Sin Embargo