No es solamente una ideología sino un estado de ánimo: los triunfos que ha venido cosechando la derecha europea (¿cosechando o recogiendo?) no obedecen tanto a un programa político cuanto a la exacerbación de los temores de quienes ven amenazado el estatus quo. Lo que hizo ganar al Leave en el Reino Unido y lo que hizo avanzar al PP en España fue el miedo, no la inteligencia. La mayoría no votó con la cabeza, sino con el estómago. Y lo mismo puede decirse del candidato Trump: como el personaje principal de House of Cards, el republicano está invirtiendo en miedo para redituar en votos.
El miedo engendra muchos hijos: desconfianza, fanatismo, fragmentación social, discriminación, aislamiento, nacionalismo extremo. El miedo aturde y paraliza. Y sin embargo, azuzando el miedo colectivo, los políticos de la derecha —y en especial los partidarios del totalitarismo, en cualquiera de sus modalidades— han logrado hacerse del poder, generado guerras, genocidios y desastres y, lamentablemente, lo siguen haciendo. A la mitad del siglo anterior, Hannah Arendt lo vivió en carne propia: los grandes salvadores del mundo y las naciones son, al mismo tiempo, sus principales enemigos.
Dicen que los británicos están arrepentidos. Al menos un par de millones que, tras equivocarse, cayeron en la cuenta de que el aislamiento es mucho peor que la apuesta por Europa. Pero quizás sea demasiado tarde. El daño que produjeron al cruzar sus boletas llevados por el miedo ya produjo otros temores igualmente peligrosos, como el de la desintegración del Reino Unido, por la muy posible salida de Escocia y la recomposición del vínculo irlandés, entre otros efectos previsibles. Es decir, otros temores y otras decisiones que, encadenadas, podrían acabar reconfigurando el mapa.
Tengo para mí que algo similar sucedió este domingo en España. Tras el bloqueo derivado de las elecciones de diciembre, que hizo imposible formar gobierno, los resultados del 26 de junio solamente fueron buenos para la derecha. Insuficientes para integrar una mayoría estable, pero mucho mejores que los obtenidos por la izquierda tradicional de ese país (el PSOE) y por el emergente Unidos Podemos. En la misma noche de las elecciones, ambos partidos admitieron que las elecciones no les fueron favorables y que el largo periodo de incertidumbre que generó la intransigencia entre partidos, acabó trasladando votos al estatus quo.
Insisto en que no es una lección nueva, sino renovada: la derecha es, por definición, conservadora. Y el miedo hace que la gente dude, desconfíe, se aísle —literalmente, en el caso del Reino Unido— y apueste por afianzarse a lo conocido antes que arriesgarse al cambio. Por el contrario, las grandes mudanzas sociales que ha conseguido el mundo han estado asociadas a la certidumbre y la confianza. No hay reformas sociales duraderas y pacíficas que estén cimentados en el miedo. En cambio, los grandes conflictos nacionales y globales han tenido en común esa pulsión primaria: el temor al diferente, al otro, al ajeno o a lo nuevo, que acaban presentados como enemigos que deben aplastarse.
Hablo de Europa pero también de México. Nuestro país también se está poblando de temores a la violencia, al desempleo, a los abusos de los poderosos. Y aun peor, aquí no son los inmigrantes quienes representan una amenaza inventada a los empleos o la seguridad, sino nuestros propios compatriotas. Nos tememos unos a otros y, en consecuencia, desconfiamos y nos separamos. Pero, del mismo modo que en Europa, los beneficiarios de esos miedos son los partidarios del estatus quo. Es absurdo pero es cierto: la mayoría rechaza la situación a la que teme, pero prefiere acogerse a lo que ya conoce. Para cambiar, hay que quitarse el miedo. La izquierda tendría que aprender esta lección elemental: no será asustando al pueblo como cambiará el país.
Fuente: El Universal