Es innegable la importancia del Partido de la Revolución Democrática en los últimos 25 años de la historia de México. Al principal partido de la izquierda mexicana, que con su surgimiento fracturó al monopolio del PRI y modificó el cauce por el que transitaba la izquierda desde la reforma política de 1977, se le pueden hacer muchos reproches: su incapacidad para construir un proyecto de izquierda bien articulado y capaz de ocupar el centro, su excesivo clientelismo, su laxitud a la hora de incorporar a personajes de dudoso pasado político, una extremada complacencia con la corrupción de sus integrantes a la hora de ejercer cargos legislativos o de gobierno, pero nadie le puede escatimar a la organización nacida de la convocatoria de Cuauhtémoc Cárdenas el 5 de mayo de 1989 su relevancia en la construcción de la democracia mexicana.

            Vale la pena el ejercicio de memoria: la principal exclusión del sistema de partidos de la época clásica del régimen del PRI, institucionalizado sobre la base de la ley electoral de 1946, estaba a la izquierda. Si bien se trataba de un arreglo político diseñado para proteger al partido oficial de la competencia y de las escisiones, a la derecha se le concedió el espacio que ocupó el PAN, primero en obtener el registro establecido como principal mecanismo proteccionista de aquella legislación. En cambio, la izquierda fue gradualmente marginada, pues aunque el Partido Comunista logró un registro provisional de acuerdo a disposiciones transitorias, con el cual participó en las elecciones de entonces apoyando la candidatura de Miguel Alemán, una vez que éste tomo posesión de la presidencia se hizo evidente su distanciamiento de la izquierda, tanto de la comunista —aliada al régimen desde el gobierno de Cárdenas— como de la que había formado hasta entonces parte del propio partido oficial, encabezada por Vicente Lombardo Toledano.

            Desde 1948 los comunistas quedaron fuera del restringido sistema de partidos que servía para darle apariencia de pluralidad a un régimen que en los hechos era de partido único y no competitivo. A Lombardo se le concedió el espacio para su propio partido, en un marco jurídico diseñado para que sólo pudieran obtener registro las organizaciones aceptadas por el gobierno, pero después de su fallida campaña presidencial en 1952, cuando compitió por su Partido Popular con el apoyo del PCM y del Partido Obrero Campesino de México y sólo obtuvo alrededor de 70 mil votos, su papel opositor se desdibujó y ya para 1958 se había convertido en un simple satélite del oficialismo, a cuyos candidatos presidenciales apoyó en las elecciones de 1964, 1970, 1976 y 1982. Así, el Partido Popular Socialista no representó una auténtica opción de izquierda; sus posiciones de abyecto alineamiento con la URSS en la política internacional y de zaguero de la política gubernamental en los temas internos, centradas sus críticas en los acercamientos a la iglesia, le enajenaron cualquier auténtico apoyo electoral y lo llevaron a vivir del oxígeno que el propio régimen le insuflaba.

            Los políticos que aspiraban a hacer una carrera la tenían que realizar en el PRI, por lo que ahí se mantuvieron algunas corrientes de pensamiento igualitario de origen cardenista, aunque inmersas en la retórica hueca del nacionalismo revolucionario y constreñidas por la disciplina vertical del presidencialismo autoritario. El Partido Comunista se sumió en un período de decadencia a partir  la desaparición de la III Internacional, del que no saldría hasta su revitalización provocada por la revolución cubana y a la rebeldía juvenil de la década de 1960, pero sin abandonar su posición marginada. El movimiento estudiantil de 1968 sacudió las conciencias y produjo nuevas expresiones de izquierda, algunas de las cuales se radicalizaron hasta optar por la lucha armada.

            Fue la percepción del régimen de que tenía que abrirle espacios institucionales a la izquierda para neutralizar a la guerrilla y a los grupos más radicales la que condujo a la reforma política de 1977, diseñada para que el PCM entrara a la competencia electoral. No fue una democratización plena, pero sí abrió cauces para la participación electoral de una izquierda hasta entonces reducida prácticamente a la clandestinidad. No sólo entraron los comunistas a la competencia gracias a aquella reforma: también el Partido Socialista de los Trabajadores, del cuál provienen muchos de quienes hoy militan en la corriente Nueva Izquierda del PRD, después el Partido Revolucionario de los Trabajadores en 1982 y finalmente el Partido Mexicano de los Trabajadores, de Heberto Castillo, que se había mostrado renuente a entrar a lo que llamaba “la farsa electoral” acabó obteniendo su registro para las elecciones de 1985.

            A pesar de que las corrientes relevantes de la izquierda de entonces se incorporaron a la competencia electoral gracias a la LOPPE de 1977, para las elecciones de 1985 todos sus votos sumados, incluidos los del desprestigiado PPS, apenas rondaban el 8% del electorado. Fue el cataclismo electoral de 1988 el que modificó el escenario. La ruptura del PRI, tanto tiempo evitada por las restrictivas normas electorales, finalmente se dio; curiosamente en un principio se canalizó a través de los partidos satélite del antiguo régimen en descomposición, pero pronto se convirtió en una fuerza de atracción para la mayoría de las fuerzas de la izquierda.

            El PCM se había disuelto en 1981 para fusionarse con otras organizaciones en el Partido Socialista Unificado de México, el cual a su vez se unió con otros grupos, sobre todo el PMT y una importante escisión del PST, en el Partido Mexicano Socialista. Para 1987 ese era el principal partido de la izquierda mexicana y su candidato Heberto Castillo el líder de mayor tirón social. La ruptura del PRI y la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas trastocaron ese escenario. La candidatura de Heberto se desinfló y la del ingeniero Cárdenas creció como bola de nieve. Más allá del fraude posible con las reglas de entonces, se le reconoció alrededor del 31% de la votación y el triunfo en cinco entidades, incluida la capital. Se trató de un alud electoral que modificaría completamente los equilibrios políticos del país.

            De esa conmoción política nació el PRD. Su relevancia radica no sólo en que logró agrupar a buena parte de una izquierda variopinta sin mucha vocación unitaria, sino en que fracturó al monopolio político de manera perdurable, pues en 1940, 1946 y 1952 las rupturas no habían  sobrevivido a las candidaturas presidenciales que las provocaron. En cambio, Cárdenas, Muñoz Ledo y otros de los escindidos —no todos— decidieron seguir por la vía de la construcción de un nuevo partido y emprender la ardua tarea de construir desde fuera una opción de poder. La inclusión del PMS, necesaria para tener el registro en un marco institucional y gubernamental adverso, marcó el carácter de la nueva organización, nacida como una gran coalición de fuerzas no siempre bien avenidas.

            Con todo lo que se le puede reprochar, la democracia mexicana no sería sin el PRD. Contrahecho, contradictorio, capaz de aceptar a cualquier disidente del PRI de turbio pasado con tal de obtener réditos electorales, endeble en su discusión teórica y programática, el PRD ha sido la izquierda de la construcción democrática mexicana, la primera capaz de sacar a la izquierda de la irrelevancia. Nada menos.

Fuente: Sin Embargo