El presidente López Obrador está embelesado con la figura presidencial, no con ser presidente. Le gusta vivir en Palacio, se imagina en los libros de historia, pero en ningún momento se ha planteado que para pasar a la historia debe dejar un legado tangible. Nunca tuvo un plan de gobierno. Jamás ha hablado de política pública. No le interesa hablar de incentivos, de indicadores, de evaluación de programas. No le importan los estudios de impacto ambiental. Y, por supuesto, no habla de resultados. Su gobierno no está basado en hechos, sino en palabras. Y para eso es muy bueno.

Todos sus (múltiples) informes de gobierno han sido un posicionamiento de dogmas que le conceden superioridad moral, que le permiten antagonizar al “nosotros” que él dirige, un supuesto gobierno del pueblo, de la gente, contra “ellos”, esos conservadores que se niegan a la transformación de la vida pública porque quieren mantener sus privilegios y lo atacan incesantemente: opositores, feministas, periodistas, todos los que cuestionen la incongruencia entre el relato del gobierno y el gobierno mismo.  Esto sucede todos los días también en la mañanera.

La estrategia de comunicación del presidente no consiste en ganar demostrando buen gobierno, sino en denostar a los anteriores. No tiene que ser mejor, solo debe insistir en que los otros fueron peores. Y así, todos los días gana sin hacer nada mejor, deteriorando la imagen de los demás al punto de cancelar todos sus aciertos.

Esto explica que su ambición sea la de destruir, no la de construir legado. El presidente no quería un aeropuerto mejor que el de Texcoco, se contentó con cancelarlo. No quería mejorar el abasto de medicamentos, solo eliminar el Seguro Popular. No quiere resolver los retos de la industria energética, solo anular punto por punto la reforma de 2013.

No hay una lógica de construcción porque, hasta ahora, la destrucción de lo anterior es suficiente para construir una narrativa. En abril sucederán dos eventos que sirven, una vez más, no para que el presidente gane, sino para que la oposición pierda.

En primer lugar, el ejercicio de revocación de mandato, que materialmente no le da nada al presidente: seguirá siendo presidente hasta 2024, y ya. Y sí, le permite atacar frontalmente al INE en su intento permanente por herirlo de muerte. Sí, le garantiza enseñar músculo, evaluar a sus movilizadores del voto con miras a las elecciones de este año. Sí, le da pretexto para decir que el pueblo lo quiere. Pero sobre todo, le ayuda a debilitar a la oposición. Ya hoy hay una división entre quienes piensan que se debe ir a votar y quienes no. Cada quien hará lo que considera mejor, y ya con eso la estrategia de los detractores se habrá dividido.

En segundo lugar, la discusión de la reforma eléctrica que está convocada precisamente para un día después de la revocación. El escenario más probable es que la reforma no consiga los votos necesarios para ser aprobada. “La oposición no quiso bajar los precios”, repetirá el presidente unos meses antes de las elecciones.

La reforma del presidente no tiene un solo apartado que pudiera lograr disminuir el precio de los energéticos, sobre todo en el contexto de la guerra en Ucrania. La única forma de bajar el precio de la luz es transitar a energías limpias que tienen, además, eficiencia comparativa. Ir en contra de la reforma eléctrica del presidente no es impedir que baje el precio de la luz. Al contrario, en todo caso es impedir que suba más. Sin embargo, con eso le bastará al presidente para trasladarle el costo a la oposición.

Si a esto sumamos el desaseo de los últimos días al interior del PRI, pareciera que los incentivos que ha puesto el gobierno buscan también dividir a ese partido. La gubernatura de Hidalgo, ¿a cambio de votos? ¿O cómo se explica que un diputado del PRI (de Hidalgo, por cierto) presentara una iniciativa idéntica a la del presidente y la retirara el mismo día? ¿Cómo se explica la salida tardía pero necesaria de Alito para confirmar que el PRI irá en contra? La reforma eléctrica está lastimando la alianza de la oposición y no es casualidad que se vote un día después de la revocación de mandato. Es, otra vez, una batalla política desde la narrativa.

La oposición tiene que salirse del antagonismo en el cual no tiene nada que ganar. Le toca demostrar que sí hay mejores y peores, y que eso se mide con resultados. Quienes han gobernado o gobiernan tienen que defender su legado, tienen que hacer pedagogía democrática desde sus cimientos. Pero sobre todo, les urge encontrar una narrativa que movilice las pasiones sin destruir las instituciones. La narrativa populista es poderosa porque no tiene empacho en exagerar hasta mentir, en simplificar hasta anular. Las opciones democráticas ciertamente la tienen más difícil. No es fácil levantar pasiones con el discurso de las instituciones, con propuestas de contrapeso y mesura. A menos que puedan llevarlo al plano de las emociones, que nos puedan explicar claramente qué significa perder esas instituciones, no en el terreno de lo efímero, sino en las consecuencias materiales. Solo contraponiendo realidad a discurso podrán debilitarlo. Ojalá lo entiendan pronto.

Fuente: https://letraslibres.com/politica/el-presidente-no-quiere-ganar-quiere-que-los-demas-pierdan/