Aunque los proyectos de reforma se están multiplicando, ninguno de ellos es completamente convincente, ni está produciendo un debate de altura entre la sociedad política, ni mucho menos entusiasma al resto de la sociedad. El país ha perdido la inocencia, pues ya sabemos que esos proyectos están diseñados para acrecentar los espacios de poder de los partidos y la influencia de los grandes capitales.

Ninguno de los proyectos que se disputan el interés público tiene la catadura de los grandes cambios, porque todos están atados a tres lastres: el de la obstinada reiteración de las fórmulas que buscan otorgarle más influencia y mayor capacidad de decisión a los aparatos partidarios; el de las cláusulas descaradamente escritas para la negociación y el intercambio de favores; y, sobre todo, el del abandono de la verdad: ese lastre formado de ocurrencias y gesticulaciones destinadas a fingir que se están ofreciendo grandes soluciones, mientras todos observamos que los problemas principales del país siguen corriendo por caminos diferentes.

Tan pronto como se consolidó el régimen de partidos que se gestó al final del siglo XX, los impulsos de renovación se abandonaron. Incluso los proyectos que nacieron con vocaciones democráticas sinceras —la imparcialidad electoral, la profesionalización de los gobiernos, la transparencia, el refuerzo de los municipios, la defensa de los derechos humanos o los programas sociales de mayor alcance— se han frenado o desviado por completo entre las disputas partidarias. Ningún político profesional ignora que la captura de las burocracias, la corrupción y la fragilidad negociada de las leyes están en la base de buena parte de nuestros fracasos principales —la violencia, la pobreza y la ignorancia entre los más graves de la lista— pero ninguno de esos políticos, dotado de suficiente autoridad, está dispuesto a enfrentarlas sin ganar mayor capacidad de decisión. Nadie entre la élite está dispuesto a renunciar al control del presupuesto, de los puestos y de la autoridad.

Así que lo que tenemos en la mesa son variantes negociables del mismo proyecto partidario. Fórmulas que buscan más poder relativo ya para el Congreso o ya para el Ejecutivo —según el origen de los proponentes—, o que pugnan por entregarle más espacios de control a las dirigencias de partido para contrapesar las decisiones de los gobernadores —o a la inversa—, o que quieren construir nuevos órganos autónomos de Estado designados por acuerdo de las cúpulas políticas, en vez de obsequiarle mayor responsabilidad al Presidente —o viceversa—, entrecruzados siempre por las negociaciones de las iniciativas económicas en curso.

En esas variaciones, lo que realmente está en disputa es el rejuego entre el refrendo del poder presidencial o la profundización del nuevo régimen. No hay en ellas una apuesta por la consolidación de las instituciones democráticas, entendidas como la apertura a la más amplia participación y vigilancia de la sociedad sobre el cumplimiento de las leyes, o el incremento franco de la transparencia, o el establecimiento de un verdadero régimen de rendición de cuentas o el abandono del reparto de los puestos y los presupuestos en busca del mérito profesional y el diseño de políticas públicas sin privilegios. Nada de eso predomina en los proyectos de reforma presentados, porque el espíritu que los precede no está en la democracia sino en el ensanchamiento del poder, disfrazado de eficacia, de equilibrios o de pluralidad.

No alcanzo a ver ninguna posibilidad de que esa tendencia cambie antes del 2018. Nuestro añejado sistema sexenal nos pide que esperemos hasta la siguiente batalla inaugural, mientras observamos a los nuevos gladiadores enfrentándose en la arena que ellos mismos definieron. Pero con el público ausente y aburrido.

Fuente: El Universal