A primera vista, lo que ha venido ocurriendo en Michoacán durante los últimos años parece una clase sobre la historia de los orígenes del Estado: una comunidad de productores ocupada por una banda de bandidos que se estaciona y comienza a extraer rentas con base en una ventaja comparativa en la violencia; a cambio de protección contra otros bandidos o simplemente por permitirle a la comunidad sobrevivir, los bandidos que controlan el territorio cobran impuestos de diversos tipos y se apropian de una buena tajada de la renta colectiva. En la medida en la que el interés de los bandidos es de corto plazo, su exacción tiende a ser depredadora y asfixia la productividad social. Para enfrentar a los bandidos depredadores, la sociedad crea su propia organización con capacidad de violencia y comienza una disputa por el control territorial. De acuerdo con el modelo teórico desarrollado por Mancur Olson, la organización violenta que controla un territorio en el largo plazo acaba por crear intereses acompasados con la sociedad, por lo que limita su extracción de rentas e invierte parte de sus ganancias en la creación de bienes públicos y acaba por convertirse en un Estado.

Lo que está pasando ahora en Michoacán podría ser un laboratorio de formación estatal de no ser por el pequeño detalle de que ahí existía antes un Estado; no muy eficiente, construido sobre la base de la negociación permanente de la desobediencia de sus propias reglas del juego y con serios problemas de agencia, pero un Estado que mantuvo razonablemente la paz y el control territorial durante décadas, desde  los años veinte del siglo pasado y sin competidores de relevancia una vez derrotada la rebelión cristera. Se trataba de una organización estatal que ejercía su poder con base en el patrimonialismo y el clientelismo y que pactaba su dominio con sus competidores potenciales —incluidos los narcotraficantes—, pero mal que bien podía ostentarse como monopolio. Incluso los negocios ilegales, como el tráfico de madera o el cultivo de mariguana, se hacían con la aquiescencia del poder establecido. No era un dominio basado estrictamente en el imperio de la ley y dejaba altos márgenes de impunidad e incertidumbre sobre los derechos de propiedad, pero su control territorial no estaba seriamente cuestionado.

Sin embargo, el monopolio de aquella organización con ventaja competitiva en la violencia, que operó durante la época clásica del dominio del PRI, comenzó a deteriorase en Michoacán desde hace ya un cuarto de siglo. Hacen falta estudios serios y bien documentados sobre cómo la ruptura del PRI que se vivió en aquella entidad en 1988 y la lucha de facciones que se desarrollo en  buena parte de sus regiones a partir de la escisión de la que nació el PRD afectó el entramado de reglas del juego del orden tradicional. Es más claro el papel que jugó en la descomposición del arreglo el aumento de la capacidad de violencia de los grupos de traficantes que controlaron la región para dominar las rutas de trasiego de cocaína y otros estupefacientes hacia los Estados Unidos. No debe ser menor en la descomposición del tejido político la situación de estancamiento económico crónico que hizo de aquel estado uno de los mayores expulsores de trabajadores hacia el mercado norteamericano.

El hecho es que gradualmente, a lo largo de las últimas tres décadas, en Michoacán los bandidos depredadores, sin duda algunos de ellos descendientes de quienes ejercieron el poder bajo el manto protector del arreglo priista, han ido adquiriendo autonomía y controlan territorios a partir de su capacidad de violencia; son ellos los que imponen su orden. Las ingentes ganancias del mercado clandestino de drogas fueron la fuente principal de su acumulación originaria; de ahí provienen los recurso que les permitieron armarse y pelear por imponer su dominio, aunque hoy han diversificado sus fuentes de extracción de rentas y usan su poder como auténticos substitutos estatales.

¿Por qué el Estado formal perdió el control? Deben ser muchas las causas que lo expliquen, pero creo que una de las fundamentales es que, en lugar de un proceso de democratización que fortaleciera al orden local con una buena base de legitimidad social, lo que se dio fue la disolución del antiguo orden de manera desordenada y altamente disputada. El intento del gobierno de Calderón de imponer el orden con base en las fuerzas federales —no se debe olvidar que fue en Michoacán donde se dio la primera intervención masiva del ejército y la policía federal para recuperar el terreno perdido frente a los carteles— acabó por disolver los mecanismos locales del orden negociado y generó enormes asimetrías de información en el combate a las bandas de delincuentes. En lugar de la recuperación del orden estatal, lo que ocurrió fue una suerte de guerra civil que llevó a la sustitución de una banda de bandidos por otra y a una mayor decadencia del control estatal.

El surgimiento de las autodefensas como reacción frente a la incapacidad estatal para revertir el control criminal del territorio no es una buena noticia. Sin duda se trata de un fenómeno complejo, que tiene como uno de sus componentes el hartazgo social frente a la exacción arbitraria, pero el orden así impuesto no va a conducir a un arreglo eficiente basado en el orden jurídico. Puede servir, como ha señalado Guillermo Trejo, para reducir las asimetrías de información en el combate a los bandidos, con base en el conocimiento cercano de la situación local, del cual carecen las fuerzas federales, y para lavarle la cara al Estado en un combate frontal que implique violaciones de derechos humanos y acciones intolerables para las fuerzas del orden legal, pero nada garantiza que una vez que estos grupos controlen el territorio lo hagan de acuerdo a los principios del Estado de derecho.

No parece haber una salida fácil a la crisis estatal en Michoacán —la cual puede reproducirse en otras regiones del país—. Sin embargo, la lección más importante que se puede sacar del actual desastre es que sólo podrá reconstruirse el orden social con una sólida base de legitimidad local. La crisis actual le debe mucho a la falta de democracia y rendición de cuentas que caracterizó a los poderes locales del antiguo régimen. La corrupción y complicidad con los delincuentes de las autoridades y policías municipales del viejo arreglo se debió en buena medida a su carácter autoritario y a la falta de controles sociales sobre su gestión. Presidentes municipales que ejercían el poder sin contrapesos por tres años y policías municipales sin vínculos directos con sus sociedades y sin capacitación técnica adecuada, acabaron por estar al servicio de quienes se fortalecieron con la prohibición de las drogas. La salida fácil de la centralización, recurrentemente planteada como solución, no va a servir para recuperar la paz. Sólo un orden local democrático, sujeto a controles sociales, que rinda cuentas, y unas policías municipales bien capacitadas, con vínculos sólidos con sus comunidades y también sujetas a la contraloría social podrán ser la base para la compleja reconstrucción estatal que requiere Michoacán, lo mismo que el resto del país.

Fuente: Sin Embargo