La gobernabilidad democrática es, de acuerdo a la definición minimalista de Xavier Arbós y Salvador Giner, la capacidad de un gobierno de hacer avanzar sus políticas con legitimidad social. Se trata de un atributo fundamental del Estado que se enfrenta, en las sociedades contemporáneas donde existen regímenes pluralistas basados en el voto, a múltiples amenazas, pues las demandas sociales son cada vez más complejas y suelen ser contradictorias, por lo que la posibilidad de conciliación de intereses es harto compleja. Así, la posibilidad de que un gobierno determinado logre avanzar en sus objetivos de políticas públicas depende en primer lugar de la legitimidad electoral: una mayoría de votos en unas elecciones consideradas equitativas y con suficiente participación para expresar el consenso social. No basta con ello, pero sin legitimidad electoral no hay existe gobernabilidad democrática.

            Pero la gobernabilidad democrática requiere, además, que las resistencias de los grupos afectados por determinada política se encausen de manera legal y pacífica y no se convierta en un conflicto social irresoluble que a final de cuentas impida la implementación de las políticas o acabe en represión violenta de la disidencia. Cuando una política se retira por la oposición irreductible de un cuerpo afectado se produce ingobernabilidad, aunque sea en un ámbito acotado de la acción pública. El caso de la suspensión de los procesos de evaluación magisterial es una clara muestra de una falla relevante de gobernabilidad en México, pero no es la única en nuestros días. La violencia criminal incontrolada, la falta de eficacia general de las políticas de seguridad o las formas de la protesta social en Guerrero, Michoacán y Oaxaca muestran a un gobierno atenazado por serios problemas a la hora de construir consensos en torno a su actuación.

            En este entorno de deterioro progresivo de la gobernabilidad se van a llevar a cabo los comicios del domingo. Por primera vez en la historia moderna de México, la votación pacífica está amenazada en regiones enteras de al menos tres entidades por movimientos sociales que explícitamente han anunciado su boicot al proceso electoral. Además, el control territorial de las organizaciones criminales en otras zonas del país podría inhibir el voto o de plano impedirlo. Existe también un clima de malestar que pude provocar un aumento sustancial en el abstencionismo y cierta movilización de rechazo a los partidos políticos que se expresará sobre todo con el voto nulo.

            Se trata del clima preelectoral más ominoso que recuerdo, incluido el de los días previos a la elección de 1988, cuando fueron asesinados dos de los principales operadores de la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas, todavía en los tiempos del control autoritario de los procesos electorales, o el de 1994, con el levantamiento del EZLN y el asesinato de Colosio, que si bien generaron un clima de temor social no sólo no alejaron a los ciudadanos de las urnas, sino que impulsaron una asistencia masiva a las casillas: en aquel año crítico el voto se convirtió en una expresión colectiva de rechazo a la violencia. Hoy, en cambio, las expectativas frustradas por nuestra incipiente democracia se canalizan de manera no despreciable hacia la antipolítica. Nada buena señal ni para el gobierno ni para las oposiciones.

            El clima deteriorado se enrarece aún más cuando se ve el lamentable estado de los partidos políticos en contienda. El partido del gobierno acarrea el desprestigio presidencial aupado por los conflictos de interés y el tufo a corrupción, mientras apuesta a su maquinaria clientelista para mantener el primer lugar en votos, aunque lejos de una mayoría sólida que le permita controlar la Cámara de Diputados; tan urgido de votos corporativos anda el PRI que obtener los sufragios controlados por el SNTE pudo ser una de las razones que llevaron a suspender la evaluación magisterial y a dejar en estado comatoso una de las grandes reformas de Peña Nieto, precisamente aquella que parecía contar con mayor apoyo social. El PAN, sin proyecto claramente diferenciador, no ha tocado fondo en la crisis interna abierta por su derrota electoral de hace tres años y con un líder cenizo aspira al segundo lugar con una campaña guanga, tan sin carácter como su presidente nacional. El PRD capea como puede la desbandada de militantes y trata de salvar los papeles a punto del naufragio. El Partido Verde busca votos a golpe de demagogia y regalos, mientras pisotea la ley. MORENA tiene como única carta a su caudillo, cada vez más carente de ideas innovadoras, más mesiánico que nunca. Movimiento Ciudadano, nada más que una tonadilla. El Partido del Trabajo, un cadáver insepulto. ¿Encuentro Social? ¡Aleluya! ¿Humanistas? ¡Vaya broma!

            En cuanto a los independientes, sólo en algunos contados casos aparecen realmente como opción con posibilidades de triunfo y esos son precisamente los que menos independientes son. Sin duda va tener impacto sobre este sistema de partidos tan falto de ventilación el probable triunfo de un pretendido independiente en Nuevo León, pero sólo se llama a engaño quien no vea detrás de la bronca candidatura todo un aparato político con recursos ingentes e intereses concretos: un partido que se niega a llamarse como tal, en buena medida por las absurdas reglas que obstaculizan la irrupción de nuevas organizaciones.

            En ese escenario mi sufragio está decidido: voy a votar, anulando, por la apertura del sistema de partidos, contra el proteccionismo electoral que nos ha conducido a que no tengamos más opciones que estas organizaciones acedas, corrompidas, sin ideas ni proyectos viables. Me reclamarán que no uso mi sufragio para castigar a un gobierno inepto y con demasiados tics autoritarios, pero nadie me ha podido convencer de cuál sería la alternativa. Tal vez si votara en la Ciudad de México, anularía todos mis votos menos el de diputados a la Asamblea, con la esperanza de que se mantuviera una mayoría capaz de defender el matrimonio igualitario y la interrupción voluntaria del embarazo, pero voto en Campeche, donde no hay nada que defender; ahí el gobierno del estado se lo disputan un joven con los mismos méritos intelectuales de Peña Nieto y un estulto homófobo del PAN que clama por una cruzada antigays. Una mujer de izquierda podría atraer mi sufragio… pero la que hay en Campeche es Layda Sansores, tan caudillista, revoltosa y vacua como su líder nacional. Me piden que vote para castigar en la Cámara de Diputados al partido del gobierno, pero el partido que ideológicamente sería aceptable para mi merece tanto o más castigo que el gobierno mismo. No me conmueve que mi voto no sirva para poner o quitar legisladores y gobernantes, porque no veo ni siquiera males menores en este páramo.

            Anularé mi voto no porque me de asco la política. He militado en partidos la mayor parte de mi vida adulta y nada querría más que hoy contar con una opción no sólo por la cual votar sino una por la que pudiera hacer campaña y convencer a otros de que le dieran su sufragio, como he hecho en la mayor parte de las elecciones desde que tuve edad para participar. No comparto el tono de indignación moral de la mayor parte de quienes se han declarado anulistas; mi decisión de anular el voto tiene un objetivo político, aunque en esta ocasión me sienta aislado en mi agenda: es necesario que este sistema se airee y no creo que las candidaturas independientes sean la mejor manera de lograrlo. Considero, en cambio, que es indispensable eliminar los ingentes obstáculos que hoy le cierran el paso a las opciones programáticas de carácter colectivo. Voto por una nueva reforma que abra el sistema de partidos, como la de 1977, la cual, por cierto, fue en buena medida impulsada por un millón de ciudadanos que anularon su voto al sufragar por la candidatura sin registro de Valentín Campa.

Fuente: Sin Embargo