En el adéndum del Pacto por México, el gobierno federal y los partidos políticos acordaron imprimir la mayor celeridad a los compromisos 89 y 90 del proyecto inicial; es decir, adelantar la aprobación de una Ley General de Partidos y promover una nueva reforma electoral que, entre otras cosas, buscaría crear una autoridad electoral de carácter nacional y una legislación única, que se encargue tanto de las elecciones federales como de las estatales y municipales. Y acordaron que esos cambios estén listos antes del próximo mes de septiembre.

En términos llanos, lo que buscan es construir un nuevo Instituto Nacional de Elecciones que supla al IFE y a los órganos electorales locales, mediante un nuevo sistema electoral que mitigue la influencia de los gobernadores y los alcaldes en los comicios de estados y municipios. Un gran IFE, pues, que produzca legitimidad en las elecciones locales. Y además lo quieren hacer de prisa: con la rapidez suficiente para que la decisión encuentre las menores restricciones posibles.

De darse, sería el cambio de mayor importancia para la vida política del país desde los años noventa, lo que casualmente coincide con el hecho de que se trata del noveno acuerdo añadido al nonagésimo compromiso inicial. Aunque el riesgo de que esa tercia de nueves se invierta y acabe convertida en una tríada de seises, está en el enfoque del problema planteado: ese territorio donde también campea el diablo.

No son los detalles técnicos los que me producen mayor inquietud, sino los políticos. O dicho de otra manera: me preocupa la engañosa idea según la cual un órgano nacional de elecciones será capaz de contrarrestar la dinámica infame que ha venido dañando los procesos electorales, pues toda la evidencia nos dice que desde la segunda mitad de aquellos años noventa los problemas no se han gestado dentro de esos órganos, ni en las normas y los procedimientos que siguen, sino fuera de
ellos.

Es muy probable que un IFE acrecido sea perfectamente capaz de organizar elecciones locales. De hecho, buena parte de la parafernalia que se utiliza para esos procesos ya se produce en el órgano nacional: el padrón electoral; los procedimientos para integrar las casillas, que son prácticamente idénticos para todas las entidades; la producción de los materiales electorales que valen lo mismo para todo el país; la organización de la jornada electoral que no difiere entre los ámbitos locales y el federal; el control de la propaganda de los partidos; la información que se produce en el sistema de resultados preliminares, etcétera.

Es decir, la centralización técnica de los procesos electorales ha venido sucediendo desde hace dos décadas y, con excepción de los comicios basados en usos y costumbres, no encuentro ninguna razón técnica para suponer que un órgano nacional de elecciones no sea capaz de asumir la tarea para todo el país. Y con mayor razón, tomando en cuenta la venturosa combinación entre los consejos electorales locales y distritales y el servicio profesional de carrera que ha acompañado la
consolidación del IFE desde hace años.

Pero los problemas son otros: la captura política de los órganos electorales por los propios partidos políticos, las presiones que ejercen sobre los órganos jurisdiccionales, el abuso del financiamiento
público y del clientelismo político que se despliega a través de los presupuestos, la ausencia de sistemas de carrera y de rendición de cuentas en los gobiernos locales y, en suma, todas las artimañas empleadas por la clase política -ya como víctimas o ya como victimarios, según los resultados que obtienen– para conservar y ensanchar su poder.

Y nada de eso puede ser controlado desde un instituto nacional de elecciones, por fuerte que sea, porque el origen de esos despropósitos está afuera: no está los métodos para distribuir el poder, sino en las licencias que se dan a sí mismos para ejercerlo.