Luego del zipizape que se produjo por el uso electoral de los programas sociales en Veracruz, los dirigentes de los partidos políticos parecen realmente dispuestos a corregir los despropósitos que ellos mismos gestaron. Pero la fórmula elegida para salir del entuerto y refrendar la vigencia del Pacto es la misma que los ha ido enredando desde un principio: todo está basado en el cumplimiento de la palabra empeñada, mucho más que en las instituciones vigentes.

El uso de los programas sociales para ganar votos no es cosa nueva. Ha sucedido toda la vida y siguió ocurriendo después de que México consiguió establecer la pluralidad democrática. Basta echar un ojo a los informes que ha producido Coneval para constatar, con datos oficiales y fidedignos, que no menos de la tercera parte de los programas operados por los gobiernos de los estados —de todos los signos políticos— se ha producido con criterios políticos clientelares.

Y lo mismo puede constatarse en los estudios publicados por Transparencia Mexicana y PNUD, quienes emplean veinte variables para verificar la institucionalidad de más de 1 mil 500 programas de esa naturaleza en todo el país y confirman que, al menos un tercio, carecen de condiciones mínimas para verificar sus padrones y evaluar sus propósitos, mientras que la gran mayoría —más del 60%— carece de acompañamiento social.

Todos los partidos han usado el presupuesto a su alcance para intercambiar favores por votos y todos han construido clientelas con los dineros públicos. Con los datos duros que tenemos a mano, ni siquiera puede observarse una diferencia de grado o de prácticas que distingan la rendición de cuentas según las siglas de cada organización partidaria. Y lo mismo puede decirse sobre las dos puertas de entrada a esa forma de clientelismo, que pasaron (¿deliberadamente?) inadvertidas en el adéndum al Pacto por México: la asignación caprichosa del presupuesto y la designación arbitraria de los cargos públicos encargados de ejecutarlo. Puestos y presupuestos que se toman como si fueran propios, con la promesa de usarlos como si no lo fueran.

Así que en lugar de poner orden en los programas sociales dispersos y oscuros y de abrirlos hoy mismo a la vigilancia social, los partidos se prometen usarlos honestamente; y en vez de reconstruir el servicio profesional de carrera para designar a los integrantes de las delegaciones federales de Sedesol en todo el país, se ofrecen pasar a esas personas a revista política, como si fueran objetos. Es decir, tras constatar que son víctimas de sí mismos, los partidos no afrontan la desviación institucional que hoy los está desafiando sino que se toman las manos para hacerse promesas de buena fe. Como en una de las escenas de El Padrino, el adéndum reúne a los líderes para empeñar su palabra con el ánimo de seguir depredando, pero con pundonor y respeto por los demás.

Por supuesto, ese compromiso es inaceptable para el resto de México. Lo que se necesita es, de un lado, impedir para siempre la multiplicación de programas sociales sin propósitos claros, sin padrones abiertos, sin evaluaciones precisas y sin acompañamiento social; y de otro, evitar para siempre que las delegaciones de la administración pública estén pobladas de nombramientos políticos, ajenas a un servicio profesional de carrera basado en concursos abiertos, evaluaciones de desempeño y procesos de rendición de cuentas confiables. He ahí el origen de todo este desconcierto: la ausencia de reglas institucionales para impedir el abuso de los recursos públicos.

Pero los partidos, una vez más, han decidido reaccionar al escándalo sin enfrentar las causas del problema que lo gestó. Se duelen, qué paradoja, de la falta de rendición de cuentas. Y el pronóstico es el mismo de aquella escena del cine: tan pronto como alguno rompa la palabra empeñada, todos volverán a la guerra.