En los proyectos de reforma política que tanto el PAN como el PRD están impulsando como carta de cambio para aprobar los proyectos fundamentales para el gobierno, la transformación del Instituto Federal Electoral en un organismo con atribuciones nacionales ha ocupado un lugar muy importante en el debate. A pesar de que hay otras propuestas que de aprobarse tendrían un efecto mucho mayor sobre el arreglo político, como las modificaciones propuestas para “parlamentarizar” el maltrecho presidencialismo, que requerirían de un gran debate nacional basado en un análisis detallado sobre las consecuencias posibles de un cambio de esa magnitud, los media han prestado más atención a la creación del INE, tal vez porque es lo más inteligible para ellos entre el conjunto de ocurrencias presentadas en los paquetes de ambos partidos.
Mucho se ha escrito en estos días sobre la conveniencia técnica de atribuirle a un solo órgano nacional la tarea de organizar las elecciones. José Woldenberg, por ejemplo, con conocimiento de causa, ha planteado sus objeciones, mientras que el argumento más fuerte de quienes defienden el proceso centralizador es que los organismos locales encargados de organizar los comicios en cada una de las entidades del país han sido copados por los gobernadores, quienes han puesto en los consejos de sus respectivos institutos a validos que no garantizan la imparcialidad electoral. Según los defensores de la reforma, no ha resultado suficiente con que las decisiones de las autoridades electorales sean impugnables ante los tribunales y, en última instancia, ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, pues los vicios de origen, producto de las triquiñuelas de unos órganos colegiados sesgados, minan la credibilidad de las elecciones en la mayor parte de las entidades del país.
No niego que en muchos estados los gobernadores han logrado mantener la vieja manera de hacer las cosas de los tiempos de auge del régimen autoritario, cuando en cada entidad no existía más poder que el ejecutivo, con congresos plenamente controlados, poderes judiciales a modo y sin resquicios para la existencia de oposición organizada, en la medida en la que todo el empleo público se repartía de manera clientelista entre los leales y todo empresario que quisiera hacer negocios con alguna posibilidad de éxito requería de la protección política, cuando no de la asignación de contratos y concesiones gubernamentales. Muchos de los efectos benéficos de la pluralidad democrática, como la existencia de contrapesos y la rendición de cuentas, no han llegado a la gestión local en buena parte de los estados del país, pues a pesar de que ya no existen congresos locales con diputados de un solo partido o con mayorías aplastantes, la manera tradicional de hacer las cosas ha sobrevivido y sigue siendo la institucionalidad real, mientras que la formalidad democrática se practica como simulación. No son pocos los estados en los que el gobernador controla el congreso como en los viejos tiempos, pues incluso los dirigentes de la que debería ser la oposición están a sueldo el ejecutivo.
Sin embargo, a pesar de las taras evidentes de un federalismo contrahecho en el que se ha refugiado el autoritarismo tradicional mientras en el ámbito nacional de gobierno la pluralidad ha hecho sentir ya algunos de sus beneficios, la centralización es un recurso poco afortunado para resolver los problemas de la falta de desarrollo democrático de los poderes locales. La añeja discusión nacional sobre la manera en la que se debía organizar al Estado, si unitario o federalista, a pesar de haberse solucionado en las normas formales desde 1857 a favor del un arreglo federal, en la realidad se institucionalizó —desde los tiempos de Don Porfirio— con base en un compromiso en el que el arreglo constitucional se cumplía escrupulosamente, pero tenía mucho de simulación, pues todos los poderes locales mantuvieron su autonomía sólo en la medida en la que profesaban lealtad y obediencia al señor del gran poder nacional. El arreglo porfirista se reprodujo, con cambios marginales, una vez que se institucionalizó el régimen posrevolucionario, primero con la reforma de 1933 que prohibió tajantemente la reelección de gobernadores y la inmediata de legisladores y ayuntamientos y, después, con la consolidación del presidente de la República como líder del partido prácticamente único, decisor en última instancia del reparto de todos los cargos de supuesta elección en el país.
La solución de compromiso no aniquiló la autonomía local, pero la subordinó fuertemente al poder central. El federalismo de los tiempos clásicos del régimen del PRI tenía mucho de ficción aceptada y fueron recurrentes las intervenciones directas del poder presidencial para frenar la indisciplina de los gobiernos locales o para resolver problemas serios de gobernación.
Desde la década de 1940 la solución frente a las ineficacias de los gobiernos locales ha sido la de quitarles atribuciones y concentrarlas en el gobierno federal. Durante la década de 1980, cuando el autoritarismo hacía agua en medio de la crisis económica, una de las demandas democratizadoras más vigorosas era la de acabar con el exacerbado centralismo en el que había derivado el régimen del PRI. Entonces tanto el PAN como la izquierda reclamaban un federalismo renovado, en el que los poderes locales recuperaran las atribuciones que el centro le había cercenado.
Hoy, en cambio, la demanda de centralización viene de quienes antes reclamaron autonomía local. Frente a las ineficiencias y resabios de unos gobiernos locales por los que no ha pasado un auténtico proceso de modernización democrática, la solución que se busca es misma que usó Porfirio Díaz y perfeccionó el PRI: limitar desde el centro al poder local. En lugar de plantear reformas que fuercen a los poderes estatales a rendir cuentas y limiten la capacidad arbitraria de los gobernadores, se busca la centralización como alternativa, lo mismo en la organización de elecciones que en el pago a los maestros. ¿Por qué no mejor dicen con claridad que Ramos Arizpe estaba equivocado y que el federalismo no sirve en México?
Este país, empero, no se puede volver a gobernar de manera centralizada. Lo que se requiere es más federalismo aunque, esos sí, más democrático. No sólo en materia electoral sino, sobre todo, en la fiscal, las autoridades locales tiene que pagar los costos de sus acciones. Si en lugar de quitarles atribuciones se propiciara una reforma fiscal que le diera a los estados auténtica capacidad recaudatoria, de manera que fueran responsables ante los contribuyentes de sus gastos, al tiempo que se permitiera la reelección de ayuntamientos y congresos locales, la demanda de rendición de cuentas aumentaría y los contrapesos se fortalecerían, Lo del Instituto Nacional de Elecciones no es más que otra salida en falso.

Fuente: Sin Embargo