Supongamos, de buena fe, que quienes han respaldado la reforma energética —desde el gobierno y las cámaras— no sólo están convencidos de sus virtudes políticas sino que piensan, sinceramente, que la economía mexicana funcionará mejor cuando esta reforma se ponga en marcha. Supongamos que se han persuadido, a conciencia, de que la opción de abrir el mercado de hidrocarburos a la industria extractiva del mundo representa lo mejor para el futuro de México. Suponiendo que así fuera, todavía cabría preguntarles por qué han sido tan audaces en esa visión y tan tímidos en la regulación que rodea esa decisión.

Ningún modelo económico liberal funciona con éxito —y menos aún el que están imponiendo los tomadores de decisiones en México— sin una base mínima de confianza en las reglas del juego. Y ésta, a su vez, depende al menos de tres factores: la existencia misma de reglas para otorgar certidumbre, no sólo a quienes invertirán en dos días sino a toda la sociedad; la percepción social que se tenga sobre la honestidad de esas reglas; y la calidad de los árbitros o de las autoridades encargadas de hacerlas cumplir. Estas son las condiciones mínimas que encontró Elinor Ostrom —ganadora del Nobel de Economía en el 2009— buscando respuestas para contrarrestar la depredación que producen los actores económicos que compiten entre sí por el usufructo de una fuente común de recursos. Si las reglas están hechas para un solo grupo, si no producen confianza y/o si no hay arbitraje honesto sobre su cumplimiento, el modelo se cae y la economía no prospera.

Creer, así sea de muy buena fe, que el modelo que buscan podría operar sin inyectarle confianza a las decisiones tomadas es tan ingenuo como suponer que esa confianza se puede ganar a golpes de propaganda. Aunque se parezcan, las redes de la economía no funcionan como las campañas políticas, porque lo que está en juego no es un conjunto de puestos que apelan al “mercado electoral” de los ciudadanos, sino una serie de decisiones cotidianas —de todas las personas y todo el tiempo— basadas en el ingreso, el gasto, la inversión y el ahorro que se refuerzan recíprocamente. Para que una economía crezca y prospere en el largo plazo, no es suficiente que un puñado de millonarios ponga su dinero a trabajar en un territorio determinado. Sin confianza en las reglas y en quienes han de hacerlas valer, el pronóstico no es la prosperidad sino la depredación y el estancamiento. Y esto vale, también, para los inversionistas que traerán su dinero.

“A lo largo de la historia —cito ahora a Joseph Stiglitz (The Price of Inequality) quien ganó el Nobel de Economía en 2001—, las economías que han florecido son aquellas donde hay palabra de honor (…). Sin confianza, cada participante en un trato mira a su alrededor tratando de descubrir cómo y cuándo será traicionado”. Sigue Stiglitz: “La ruptura de los lazos sociales y de la confianza traerán, inevitablemente, graves consecuencias sociales. La confianza y la buena voluntad recíproca son necesarias no sólo para el funcionamiento de los mercados sino para todos los otros aspectos de la cooperación social”. Y sin estas condiciones, añado en paráfrasis, es inútil apelar al éxito de las inversiones privadas como palanca del bienestar social, por cuantiosas que sean.

Con todo respeto, los promotores originales de la reforma energética quizás saben hacer cálculos financieros, pero saben muy poco de economía. La quiebra del pacto social que están produciendo —sin reglas suficientes para otorgar certidumbre y confianza al conjunto de los actores económicos y sociales del país y no sólo a la industria extractiva que hará su agosto— traerá consecuencias de muy largo aliento. La destrucción de la confianza social no es un costo de transacción más, sino la base inexcusable para el crecimiento de largo plazo. En mala hora está viviendo el país.

Fuente: El Universal