No es nueva la falta de respuesta oportuna y eficaz del Estado mexicano ante tragedias como la de Ayotzinapa, tampoco es inédito el retraso en las investigaciones para identificar y apresar a los culpables, aunque se acompañen de un discurso oficial de indignación por los hechos ocurridos . Dilatar las indagatorias ha sido parte de la ausencia de responsabilidad y de la falta de rendición de cuentas, que junto con una deficiente procuración de justicia, heredamos de nuestro pasado autoritario.

Tal parece que hoy, las autoridades siguen apostando a que el paso del tiempo desvanezca la inconformidad y coloque a los agravios y a la indignación en el cajón del olvido, al ser rebasados por nuevos eventos que atrapan la atención de la opinión publicada.

La gravedad del caso Ayotzinapa y la manera como condensa de manera dramática las fallas de nuestro estado de derecho, no han logrado desplazar la atención de la sociedad al respecto, todo lo contrario. Las protestas y manifestaciones de estudiantes y organizaciones sociales han ido creciendo y se han sumado reiterados pronunciamientos de organismos internacionales que defienden los derechos humanos y que reclaman que se intensifiquen los esfuerzos del gobierno no sólo para aprehender policías involucrados, sino para identificar a las personas encontradas en las fosas clandestinas que ya suman 11.

A un mes de las muertes y desapariciones forzadas de los normalistas y mientras se siguen acumulando en las fosas nuevos cuerpos sin identificación, es urgente escuchar la voz de las protestas, no sólo para atender las justas demandas de los familiares, que también son de la sociedad toda, sino para evaluar el ambiente de crispación y enojo que se está extendiendo y que, a falta de respuestas de las autoridades, amenaza con rebasar los límites legales de la expresión libre de la inconformidad.

La manifestación del pasado jueves 23 de octubre, en la ciudad de México, en la que participaron padres de los normalistas desaparecidos y que se replicó en muchas ciudades capitales del país, fue una demostración pacífica de la capacidad de convocatoria y de coordinación de estudiantes de universidades públicas y privadas. Fueron marchas de solidaridad con las familias de los secuestrados que muestran que hay confianza en que se puedan resolver las cosas dentro de los cauces institucionales.

Pero, no todas las protestas tienen la misma capacidad de contención del enojo y la desesperanza frente a la injusticia. El día anterior fuimos testigos de la manifestación de un grupo de encapuchados que incendiaron el Palacio Municipal de Iguala y destrozaron los comercios de la Plaza Tamarindos, propiedad Abarca, el edil prófugo, acusado por la propia PGR de complicidad con la delincuencia organizada.

Esta protesta, cargada de vandalismo y violencia, no es un caso aislado, diez días antes, manifestantes que reclamaban la aparición de los estudiantes secuestrados, habían incendiado el Palacio de Gobierno de Guerrero, con la misma virulencia que la más reciente.

En mi opinión, este tipo de protestas son reprobables porque responden a la violencia de las desapariciones forzadas con más violencia, aunque de carácter social, y porque son actos que dañan el tejido social. Lo que parece claro es que cuando la justicia no llega, el dolor se convierte en rabia que puede fácilmente extenderse en una sociedad fragmentada, pero cada vez más desesperanzada por la falta de responsabilidades claras frente a violaciones flagrantes.

Más allá del rechazo que merecen este tipo de actos violentos, el Estado debe escuchar y leer con cuidado los mensajes que envían los distintos tipos de protestas y debe de hacerlo ya, so pena de que las manifestaciones pacíficas y ordenadas cedan el paso a las más violentas que retroalimentan el desconcierto y la desconfianza.

Fuente: El Universal