La patria nació con un gran anhelo de justicia: lograr que ningún hombre fuera oprimido por los privilegios de otro, principio cuyo espíritu es la génesis de la institucionalización política y la división de poderes.
El ejercicio de gobierno tiene una virtud específica en la transformación social: preservar de manera irrestricta la libertad de sus ciudadanos, y mantener el equilibrio y la armonía entre los poderes públicos.
Para este propósito, el Contrato Social consagra la división de poderes y un sistema de pesos y contrapesos que debe limitar el abuso y atropello gubernamental; los mecanismos de control para la rendición de cuentas; y los dispositivos para fomentar la colaboración interinstitucional que avive la funcionalidad operativa del sistema.
Históricamente el déficit en la colaboración de los poderes, lastiman la soberanía popular, impiden el ejercicio de la ciudadanía activa, y obstruyen la armonía y concreción de los fines sociales, políticos, económicos y culturales.
Como antítesis de este equivoco institucional, el Gobernador de Hidalgo Omar Fayad Meneses en su primer informe de gobierno, fracturó la liturgia y los formatos acostumbrados; se presentó a la Cámara de los Diputados y solicitó entablar un diálogo con los legisladores, vinculante y directo, cara a cara; eliminó el monólogo y trascendió a la confrontación de ideas y al debate sustantivo que sometió a juicio su labor, recuperó la interacción colaborativa entre los poderes del Estado, destacando que no son parcelas de privilegios, ni veleidades políticas, sino instituciones al servicio del pueblo.
Los pesos y contrapesos entre los poderes públicos son factores de control, colaboración y equilibrio social; su disfunción es un atentado a la racionalidad operativa del quehacer público que desvirtúa la causa última del poder constituido: hacer valer la voluntad del pueblo y combatir la desigualdad que hoy atomiza a la sociedad y amenaza el desarrollo humano.
En este trazo, el proceso electoral de 2018, no puede ser sólo una arena donde las fuerzas políticas contienden para constituir los poderes públicos con intenciones mezquinas o sectarias, sino un nuevo estadio del asociativismo ciudadano y gubernamental, capaz de rearticularse para edificar en las potencialidades humanas, el crisol de una Nación, que entre iguales, construye el futuro promisorio que hasta ahora parece inalcanzable.
¿Cuál es el costo de la disfuncionalidad y beligerancia de los poderes públicos?
El realismo político evidencia con creces la respuesta. Los efectos del creciente elitismo político, surcan el rostro de la pobreza, la marginación, la desigualdad, la corrupción e impunidad, los abusos y la verticalidad; causan estragos en la gobernanza activa; obstruyen la dinámica social; y parcelan el poder del Estado.
Las consecuencias son abrumadoras. La ciudadanía percibe como enemiga de sus intereses a una clase política enquistada en la partidocracia que se representa a sí misma y es incapaz de cumplir sus tareas y salvaguardar a la sociedad.
Esta crisis política, producto de las disputas por la distribución del poder y de los recursos públicos, se erige como botín de intereses obscuros y de un egoísmo ciego, que hace de la disfuncionalidad orgánica, y de la ineficiencia e ineficacia pública, el germen de la pérdida de legitimidad, credibilidad y confianza, como efectos de la inconcreción gubernamental y la extinción de las oportunidades de los sujetos sociales.
¿Cómo remediar estas anomias políticas del ejercicio de gobierno?
Hay que considerar en primer término que su origen está en la fragmentación, inconexión y dispersión del poder político, y que una decisión racional estriba en recuperar la esencia de la soberanía popular; cocrear la tarea pública; y articular la horizontalidad en la toma de decisiones basada en la participación ciudadana activa y corresponsable, como brazo lógico de toda acción del ejercicio de gobierno.
El imperativo es replantear el sentido y fin de lo público y fortalecer la inteligencia institucional y social que derrote a la tecnocracia insustancial, ineficiente e ineficaz que prima en el quehacer público.
Este cambio impone la refuncionalización del sistema político y de partidos porque han perdido su capacidad de conducción social debido al anquilosamiento, verticalidad y autoritarismo de cúpula, cuyo efecto directo ha sido la crisis de representatividad y el divorcio entre sociedad civil y sociedad política.
Consustancial a esta transformación, el fortalecimiento y la vigencia del principio de la división de poderes, permitirá el control pleno del ejercicio de gobierno, la colaboración institucional; y superar en consenso la actitud de una clase política que suele olvidar la impersonalidad institucional y la imparcialidad de los poderes gubernamentales, así como la erosión del quehacer público y el debilitamiento del Estado Democrático de Derecho.
Sí hoy el ejercicio de gobierno es una realidad anómala es porque se construye a través de un juego de pesos y contrapesos moribundo y putrefacto, centrado en un empoderamiento voraz, causante del quebranto de la sociedad.
Ninguna razón política puede disociarse de salvaguardar a la ciudadanía. Por ello, toda fuerza y expresión del poder público debe encarnar el interés supremo de la Nación; y dignificar a los seres humanos, que son la fuerza unitaria que da vida a la acción del Estado. Sí esto se olvida, se decapita el Contrato Social y se extinguen los principios valóricos de la patria.
Es tiempo de que las fuerzas políticas construyan un Nuevo Pacto Social, donde la Concertación Progresista entre los poderes públicos, el sistema político y de partidos, y la sociedad, construyan factores de equilibrio y conducción social armónica, que trasciendan los intereses sectarios, de grupo o individuales y conciban la dignidad humana como el freno a los apetitos, que hoy hacen de la corrupción e impunidad, el flagelo del pueblo.
Cuando hablamos en nuestros días de la participación ciudadana como derecho humano, nos referimos a la vitalidad horizontal del asociativismo colaborativo destinado a servir al tejido social y a fortalecer los contrapesos sociales que coadyuven a mantener los equilibrios, el control y la colaboración democrática que exige el equilibro de poderes. Lograrlo es el imperativo racional que la clase política no puede obviar.
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