Gracias a la entrevista que organizó el Fondo de Cultura Económica con el presidente Peña Nieto, saltaron a la vista varios datos relevantes: el primero fue que en la conversación entre varios periodistas y el jefe del Ejecutivo, nadie habló de libros, ni de autores, ni de la influencia que ha ejercido aquella casa editorial en todo el mundo de habla hispana. La literatura, el ensayo y la investigación le cedieron el lugar a la política; y la historia cultural de ochenta años, a veinte meses de reformas. Una pieza digna del boom latinoamericano: Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier o Augusto Roa Bastos la habrían registrado con gusto en sus novelas.

Pero ese dato ya era conocido: el presidente no es un hombre de libros, sino de poder. Por eso resulta más interesante la segunda revelación de la entrevista: la visión que el presidente tiene sobre la corrupción que nos inunda y que, cada vez más, aparece como el talón de Aquiles de sus primeros meses de gobierno y como la amenaza principal a las reformas que ha emprendido. A pesar de las preguntas reiteradas de Denise Maerker y de León Krauze —que le ofrecieron varias oportunidades para pronunciarse con fuerza sobre el tema— el Presidente prefirió salir por la tangente. Primero dijo que la corrupción era un problema de cultura, luego fue al lugar común de la culpa compartida entre el gobierno y los particulares y finalmente insistió en que la transparencia era el antídoto para conjurar ese fenómeno. En suma, quedó claro que el jefe del Estado mexicano no tiene una opinión clara sobre el enojoso asunto, ni mucho menos una posición acabada para hacerle frente.

La vaguedad e imprecisión de sus respuestas acabaron nublando el objetivo laudatorio de la conversación. Si habremos de recordarla, no será por los aplausos más o menos obvios que le brindaron varios de sus interlocutores, sino porque fue evidente la ausencia de una concepción plausible del jefe del Estado para afrontar y disminuir la corrupción. Pero al mismo tiempo, la conversación de marras hizo posible que el tema se colara a los pasillos muy estrechos de la agenda pública, ya no como una queja reiterada ni como el escándalo de turno, sino como un problema nacional que ya no puede eludirse así nomás, ni abandonarse al tiempo, esperando que cambie la cultura de las próximas generaciones. Hay que agradecerle a esa entrevista que el vacío en la materia haya quedado perfectamente expuesto: nadie podrá decir ahora que el Estado mexicano tiene una política completa, articulada y coherente para enfrentar la corrupción.

El riesgo inminente es, por supuesto, que el defecto revelado quiera corregirse de cualquier manera; que, por ejemplo, los legisladores leales al jefe del Ejecutivo quieran lavar su honra retomando el proyecto de una Comisión Nacional Anticorrupción mal diseñada y que la fragmentación de las instituciones dedicadas a esa delicadísima materia se haga aún más grande. O peor aún, que de veras se pretenda afrontar la corrupción como un problema exclusivo de cultura, para dejar que sean las autoridades educativas las que asuman la responsabilidad de actuar en consecuencia.

En el mundo ideal, lo deseable sería que la clase política cobrara conciencia de que la reforma estructural que todavía no está planteada en México es, justamente, la que tendría que quebrar las trampas de las administraciones públicas. La reforma que siempre ha hecho falta para darle sustento a las demás: una política de rendición de cuentas, que no sólo habría de consistir en darle transparencia a las actuaciones del gobierno, sino en modificar las prácticas y los procesos que han permitido que la corrupción se cuele por todas las rendijas de las decisiones públicas. Una reforma tan difícil como laboriosa pero cuya necesidad es, hoy, mucho más urgente que en cualquier otro momento.

Fuente: El Universal