Tanto en el discurso político como en el imaginario público, pasaron de ser el gobierno más cercano al pueblo y la escuela de la democracia, a la instancia menos eficaz y más corrompida de México. Alguna vez encarnaron la promesa de la igualdad y la participación colectiva y hoy son acusados de ser el lastre más importante del desarrollo. Iban a ser el lugar ideal para entretejer a la paz social, las decisiones políticas y la cooperación democrática y hoy aparecen amenazados por el crimen organizado, los repartos partidarios y la ineficiencia administrativa.

¿Qué sucedió en los 30 años que median entre la reforma constitucional de 1983 y este diagnóstico negro que culpa a los municipios de casi todos los males de México al final del 2013? Sugiero dos respuestas probables: la primera fue la imprecisión del diagnóstico, que se dejó llevar por las generalizaciones y que fue incapaz —a veces por ignorancia y a veces por interés— de reconocer los rasgos singulares de ese nivel de gobierno durante las tres décadas anteriores: la diversidad de historias, personajes y situaciones que brota de ese abigarrado conjunto.

No hay forma de comparar sin más, por ejemplo, a un municipio indígena de Oaxaca con las capitales de los estados; pero tampoco la hay de hacer tabla rasa entre las propias ciudades (Pachuca y Torreón, o Mérida y Chihuahua, etcétera), o entre los propios pueblos originarios de Chiapas, Puebla o Michoacán, sólo por citar algunos casos al vuelo. El municipio siempre ha significado, en realidad, un plural: situaciones económicas, culturales, políticas y sociales muy diferentes que, sin embargo, han querido encajonarse dentro de una sola definición, dentro de un conjunto de atribuciones iguales y dentro de patrones urbanos, fiscales, administrativos y partidarios que se desbordan, o quedan chicos, en cada nueva vuelta de tuerca.

Era de esperarse que las definiciones constitucionales de 1983 —basadas en la concepción de un municipio urbano (o en proceso de urbanización) capaz de planear su propio desarrollo en ciudades organizadas con planos, catastros y sistemas fiscales modernos, autosuficiente por sus impuestos prediales y su eficaz gestión de derechos, productos y aprovechamientos, derivados a su vez de la excelencia de sus servicios urbanos de electricidad y alumbrado público, de transporte y distribución del agua, así como de la administración impecable de sus calles, sus parques y sus espacios públicos, anidadas además en la participación social con tanto éxito como la colaboración colectiva para salvaguardar la seguridad de sus territorios— no prosperarían en todos los casos ni, mucho menos, de manera idéntica para cada uno de ellos.

En cambio, el nuevo sistema de partidos sí se instaló con una eficacia equivalente en la mayoría, con excepción de los gobernados por usos y costumbres o de los rebelados en las comunidades zapatistas de Chiapas. El modelo homogéneo del municipio concebido hace treinta años no sólo fue derrotado por la historia y las tradiciones de cada uno en lo individual, sino por la voracidad de las clases políticas. Ganada la autonomía constitucional y la mayoría de edad en 1999, lo que vino después no fue la cooperación social esperada sino la conquista política de los puestos públicos y tras ella, la corrupción. Y casi todo lo demás ha sido secuela de esa doble secuencia: de un lado, la negación de la diversidad implacable y, del otro, la captura de los gobiernos locales sin contrapesos sociales.

He aquí una verdadera reforma política en lista de espera: la recuperación de los municipios, en plural, como el lugar donde se define buena parte de la calidad de la convivencia. Pero no sólo por sus gobiernos sino por la gente que los habita; y no sólo por la disputa electoral de los puestos, sino por la responsabilidad de quienes los ganan ante los ciudadanos: esa palabra que acredita a los verdaderos dueños de los pueblos y las ciudades de México.

Fuente: El Universal