Hace poco le escuché decir a Rolando Cordera, incidentalmente, que nunca habíamos sabido tanto sobre desigualdad, pero nunca habíamos hecho tan poco para enfrentarla. Esta afirmación es tan afortunada como polémica, porque su validez empírica depende de los datos y los modelos que se usen y de la extensión atemporal de la palabra “nunca”. Pero lo que importa subrayar es la convocatoria al uso inteligente de la información que hoy tenemos (efectivamente más amplia y precisa que antes), en busca de mejores políticas favorables a la igualdad.
De manera sistemática, la desigualdad ha sido vista desde dos miradores complementarios: la distribución del ingreso entre las personas —individuos, familias, comunidades— y su acceso a determinados satisfactores para colmar sus necesidades esenciales de vida. En ambos casos, el concepto que está implícito es la pobreza. Es decir, pensamos la desigualdad en términos de la frontera que separa a las personas cuyo ingreso y acceso a ciertos satisfactores son insuficientes para colmar sus necesidades, de aquellas otras que no sólo consiguen alimentarse y vestirse, sino educarse, cuidar su salud, tener una vivienda digna y formarse algún patrimonio. Y hablamos de la desigualdad como la distancia que separa a los individuos de esa frontera. Mientras más lejos están las personas de ese punto medido por el ingreso y por los satisfactores que tienen a mano, decimos que mayor es la desigualdad de una sociedad.
De esta manera se han conformado casi todos los índices que utilizamos para medir la pobreza y su correlato de desigualdad y que hoy nos permiten saber mucho más que antes sobre ese tema. Pero donde no hay métodos compartidos ni consensos globales es en la forma de afrontar esos datos. Como el propio Cordera ha venido diciendo desde hace más de dos décadas, la idea más poderosa —el proyecto hegemónico, en la jerga tradicional— ha sido la de: 1) incrementar el ingreso de las personas (2) a través del trabajo, lo que a su vez exige (3) promover el crecimiento económico (4) que genera empleos productivos, mediante (5) el mayor estímulo posible a la (6) expansión del mercado. Pero en la práctica, esa fórmula debe leerse a la inversa: más mercado, mejor estimulado por el Estado, para generar negocios que eventualmente producirán empleos bien pagados y, como secuela, reducirán la pobreza y la brecha de desigualdad. Cuando Cordera dice que “nunca habíamos hecho tan poco”, seguramente se refiere a esa fórmula según la cual la mejor salida de la pobreza es, precisamente, no hacer nada que interrumpa u obstaculice la iniciativa de los particulares. La vieja receta de Hayek —por citar al clásico predilecto—, que veía en cada intervención del Estado una trampa para la generación y la distribución justa de la riqueza.
No obstante, la verdadera economía jamás ha sido fiel a esa fórmula. El Estado estorboso ha estado presente en cada momento y en todas partes. Pero con mucha frecuencia, el estorbo ha resultado mucho más conveniente para quienes sostienen la idea libérrima del mercado, como lo prueba el debate actual sobre los salarios mínimos. No deja de llamar la atención que quienes se oponen con mayor enjundia a mover esa restricción, lo hagan en nombre de la libertad del mercado, bajo el argumento de que cualquier alza a los ingresos de los más pobres distorsionaría la competitividad, produciría inflación (¿para qué querríamos más consumo de quienes no rebasan la frontera de la pobreza?) y alteraría el equilibrio de los mercados. ¡Vaya contradicción!
Por fortuna, lo que hoy sabemos alcanza de sobra para hacer mucho más a favor de la igualdad en todos los planos de la vida social y económica del país. Pero no bajo el argumento de que “se haga la justicia en los bueyes de mi compadre”, ni con más programas asistenciales de todo cuño, sino sobre el ingreso que está en la base de la pobreza. Si vamos a seguir la receta, que sea con todo y las menudencias.
Fuente: El Universal