Pocos temas son tan sensibles para la política como el de los impuestos. La estructura fiscal de los Estados determina si éstos promueven el crecimiento sostenido o si por el contrario estancan la economía. En la España del siglo XVII, por ejemplo, la crisis económica que acabó con la primera gran potencia del mundo moderno provino de la estructura de derechos de propiedad monopolísticos desarrollada para maximizar la renta impositiva de la Corona. Por otra parte, la negociación fiscal entre los Estados y los contribuyentes ha sido una fuente histórica de tensión política: fue un conflicto por el cobro de impuestos –junto con el reclamo al rey por el recorte de las libertades religiosas– el que provocó el estallido de la guerra civil inglesa en el siglo XVII; fue el reclamo por tasas fiscales impuestas sin su consentimiento lo que llevó a los colonos norteamericanos a la lucha por la independencia; fue la necesidad del Luis XVI de nuevas exacciones lo que lo hizo convocar a los Estados Generales en los que se incubaría la Revolución Francesa. Cobrar impuestos es el objetivo fundacional del Estado, esa organización que puede extraer rentas de la sociedad porque su ventaja competitiva radica en la violencia. Mancur Olson desarrolló una metáfora en la que equipara a los estados primigenios con bandidos que se estacionan y establecen su dominio sobre una comunidad, a la que roban parte de su producción a cambio de protegerla de otros bandidos que, a diferencia de ellos, no se llevarían sólo parte sino que la depredarían por completo. En la medida en la que la banda de bandidos se establece y logra un monopolio del robo, comienza a tener un interés acompasado con la comunidad a la que roba, pues entre más produzca la víctima de su latrocinio mayor será la parte con la que los integrantes de la banda se puedan quedar. De ahí que los bandidos estacionarios inviertan parte de su botín en bienes públicos que propicien el crecimiento económico de aquellos a los que despojan. Es ese interés acompasado el que limita sus exacciones, pues comparten una parte sustancial de las pérdidas sociales producto de su depredación. Desde luego los Estados modernos son mucho más complejos que aquellas organizaciones primitivas de guerreros que establecieron su dominio sobre comunidades constantemente amenazadas por el saqueo y la destrucción. Sin embargo, la metáfora de Olson resulta muy útil para entender la lógica impositiva: los Estados son organizaciones especializadas que cobran de manera forzosa por sus servicios porque son monopolios establecidos a partir de una ventaja en la violencia. Su principal función es brindar seguridad, pero por su naturaleza tienen la capacidad de desarrollar las instituciones que norman el sistema de incentivos económicos de las sociedades, ya que establecen los derechos de propiedad y generan bienes públicos desarrollados precisamente para maximizar su renta impositiva. De ahí que desde el origen de las comunidades productoras de alimentos hasta nuestros días pagar impuestos resulte una carga desagradable pero inevitable si se quiere contar con los servicios estatales que permiten el crecimiento económico. Claro que también los impuestos pueden ser fuente de declive, como en la España del siglo XVII. Si la tasa impositiva se pasa de su nivel de maximización y adquiere tintes confiscatorios la economía en lugar de florecer se estancará o incluso se colapsará. El tema fiscal ha sido una pesadilla histórica para México. Cuando el país se hizo independiente los comerciantes, mineros, clérigos y militares que apoyaron a Iturbide en su Plan de Iguala rápidamente le retiraron su respaldo en cuanto trató que el Congreso le aprobara cargas fiscales para sacar adelante al nuevo gobierno. Para aquellos patricios independencia quería decir dejar de pagar impuestos. A partir de entonces la constante histórica nacional ha sido la incapacidad crónica del Estado para tasar adecuadamente a sus ciudadanos y sus empresas. Un Estado ineficiente en el cumplimiento de sus funciones básicas, incapaz siquiera de mantener la paz y librar a su población del acoso permanente de los bandidos depredadores no concitaba a contribuir en su mantenimiento. No fue hasta los tiempos de Porfirio Díaz cuando se logró cierta estabilidad fiscal, pero después del cataclismo revolucionario la proverbial debilidad impositiva reapareció, al grado que en 1953 José Alvarado escribía sobre El extraño caso de la Secretaría de Hacienda de un país que había hecho la revolución en nombre de la justicia social pero no era capaz de cobrar impuestos a los más ricos para sacar de la miseria a los más pobres. México entró al siglo XXI con una de las distribuciones del ingreso más desiguales del planeta. El diez por ciento más rico de la población posee alrededor del 60% de la riqueza nacional, mientras que el 25% más pobre posee apenas algo así como el 6%. Esa desproporción es el mayor de nuestros males, causa originaria de todas nuestras contrahechuras sociales. Sólo un Estado eficaz que use su capacidad impositiva para generar redistribución puede atemperar esa situación, pero para ello requiere recursos: no para otorgarlos como dádivas sino para invertir en educación, salud e infraestructuras que generen las condiciones para que los más pobres abandonen su postración. Sin embargo, el Estado mexicano ha sido tradicionalmente omiso en su tarea de cobrar impuestos para generar desarrollo, al grado de que hoy apenas recauda algo así como el diez por ciento del PIB, una de las tasas más bajas de América. Es más: en las últimas décadas ha gobernado el país una coalición antifiscal muy provechosa para los que más tienen pero devastadora para los que viven en la pobreza. El proyecto de reforma hacendaria que acaba de presentar el gobierno es, sin entrar a los detalles, el primer intento en cuatro décadas de revertir una fiscalidad endeble y regresiva; lejos está de pretender impuestos confiscatorios y de hecho peca de tímida, pero va en el sentido correcto: más impuestos concretamente orientados a ampliar la base de protección social y estimular el consumo de los marginados. Enseguida se han desatado los clamores de los privilegiados que no quieren perder ni una sola de sus ventajas y de los oportunistas políticos que se reclaman defensores de unas pretendidas clases medias que tienden más bien a ser altas en medio de la desigualdad abismal del país. En lugar de defender sus ventajas, como la de comprar comida para sus mascotas libre de IVA, bien harían los indignados en condicionar el pago a una mayor transparencia y rendición de cuentas en el gasto público. Si los que pertenecemos al diez por ciento de los beneficiarios de la desigualdad comprometiéramos nuestra solidaridad a cambio de una estricta vigilancia del destino de los recursos tal vez este país se moviera un poco en la dirección correcta.

Fuente: Sin Embargo