No le paso reproche a la eficacia política del nuevo gobierno, que ha demostrado una extraordinaria capacidad para establecer la agenda pública, construir alianzas y promover un mejor ánimo mediático, en apenas 15 días. A diferencia del mal uso que hizo el primer gobierno de alternancia del llamado “bono democrático”, la vuelta del PRI a las riendas del poder ha revelado tanta experiencia como habilidad. En dos semanas, la impresión más extendida es que el gobierno ha retomado ya los cabos sueltos y le ha dado al país una perspectiva que no tenía desde hace mucho.
Lo que me llama la atención es el entusiasmo desbordado de la recepción, al menos entre los círculos políticos y mediáticos más influyentes. No me refiero sólo a los aliados previos del Peña Nieto, quienes de manera casi unánime han aplaudido el coraje de su entrada al mando, sino al “círculo rojo” de la opinión escrita, a los dirigentes de mayor peso en los partidos e incluso a un buen número de organizaciones y líderes de la sociedad civil organizada. Ante mi mirada escéptica, una de las líderes de esas organizaciones me replicó hace dos días: “todos tenemos derecho a disfrutar cinco minutos de optimismo”. Y tenía razón. Después de muchos meses de obstinación política, ruptura y desencanto, las promesas del gobierno nuevo llegan al país como aire fresco.
No me pasa inadvertido que, entre muchos, la celebración de cada una de las decisiones anunciadas tiene todos los rasgos de la muy tradicional “cargada” que no veíamos desde hace varios lustros. Aplausos publicados y desplegados en la prensa que no tienen más propósito que hacerse ver por el poder para ganar un trozo de amistad y hacerse, acaso, de un lugar en el reparto de las prendas. El club de las focas ha vuelto por sus playas. Pero no son ellos quienes me conmueven, sino quienes de manera auténtica y con toda convicción —así sea llevada por cálculos políticos de corto plazo— han visto en el regreso del poder presidencial y del aparato político que lo respalda el renuevo de sus esperanzas para la solución de los problemas que se han venido acumulando.
Las ganas de dejar atrás el desaliento y de imaginar que “entonces sí se puede” han producido la vuelta del encanto. Entre el discurso de apertura, los compromisos asumidos y el pacto cada quien ha leído algún párrafo propicio para anclar la expectativa renovada. Y creo que también han influido la parafernalia y los rituales del poder que se han desplegado en estos días, como revelando que tras las promesas hay potencia y convicción para cumplirlas. De modo que ese párrafo concreto —aquí el de la educación pública evaluada, allá el de la seguridad social y las pensiones, más allá el de la seguridad pública, etcétera— ha nublado la mirada del conjunto, el estudio a fondo sobre la viabilidad de las ofertas, sus ausencias lamentables y las condiciones políticas que deben asumirse para realizarlas. No tardarán en llegar, pero aún no he visto ningún análisis completo sobre el pacto, sobre sus implicaciones y sus silencios. Pero estamos inundados de lecturas paralelas sobre lo que cada quien ha querido ver en estos días.
Insisto en que no le paso reproche a los profesionales del poder. Es evidente que están haciendo su trabajo con maestría y que han interpretado bien el entorno social y cultural en el que están actuando. Han visto con tino que el renuevo del poder presidencial y de la recentralización del mando no serían motivos de conflicto sino de esperanza; que una vez recuperados los símbolos de la vieja investidura vendrían los apoyos en cascada, pues nadie del entorno querría quedarse fuera; que la toma de los puestos y de los presupuestos no sería vista como abuso sino como herramienta indispensable para llevar adelante las promesas. Han entendido con razón que el poder político que no se usa se desgasta y que en el alud de la llegada, nadie se detendría a ver los detalles. Lo importante era tomar la plaza, hacerlo rápido y tomar las posiciones necesarias para afrontar el primer año de gobierno desde el centro del poder. Cuando despertemos, el dinosuario no sólo seguirá ahí, sino que probablemente ya se habrá metido hasta las sábanas. Y entonces habrá que recuperar aliento para rogarle al presidencialismo que no cierre las puertas de la sociedad civil ni controle todos los espacios de la participación activa y crítica, que rinda cuentas de sus actos y de los dineros que usa y que no clausure la apertura que se había ganado; que las promesas no se cumplan, otra vez, a cambio de la derrota democrática. Es decir, tendremos que hacer de tripas, corazón, para volver al final del siglo XX.
Publicado en El Universal