Una a una se van agregando capas que, a la semejanza de una cebolla, dificultan encontrar la estructura. ¿Cuál es el sentido que, en conjunto, tienen las reformas  en la estructura política, en el juego de los poderes, en la funcionalidad del gobierno?

¿Cuál es la nueva ingeniería del Ejecutivo? Si a la autonomía de órganos que formaban parte de la administración presidencial (CFC, COFETEL), se le agrega el gobierno de coalición “optativo”, así como la aprobación del instrumento de planeación por el Senado y los nuevos atributos de éste en el nombramiento del nuevo “Fiscal General” (hasta ahora Procurador), en la suma hay una resta para el Presidente y una suma para el Congreso. Lo anterior, por supuesto, plantea nuevas reglas de juego para, los poderes en general, y para quienes deciden en lo particular.

En la explicación clásica de la división de poderes -al menos en la americana-, la lógica que explica las funciones de cada poder, parte de los frenos y contrapesos. En el gobierno de coalición, la ausencia de mayorías determinantes (que hacen posibles los contrapesos), se orienta hacia la cooperación en la integración del gabinete y en el acuerdo en los instrumentos que formalizan los acuerdos mínimos.  Es opción para el Presidente formar tal coalición gobernante. Pero independientemente de su elección, el Plan para su administración sería aprobado, al igual que la estrategia de seguridad. La aprobación del Plan por el Senado, por contra, no extiende su obligatoriedad a las entidades federativas o a los constitucionales autónomos, se mantiene a la administración presidencial.

Si se toma en cuenta que decisiones relevantes para ciertas áreas de la administración corresponden ahora a los crecientes órganos constitucionales autónomos, los poderes presidenciales tienden a ser residuales: la hacienda, los programas sociales, las adquisiciones, obra pública, la seguridad pública, la defensa, la gobernación. La hacienda,  la fuerza pública, las prestaciones sociales, los bienes públicos, tienden a ser el destilado de aquello que recae en la potestad presidencial –al menos formalmente-.

Por otra parte, el federalismo tiende a diluir las fronteras entre lo local y lo federal/nacional. A la manera de las viejas monarquías frente a los señores feudales, las reformas tienden a acotar, disminuir, establecer instancias de observación y control desde instancias nacionales. En buena medida, tales instancias: IFAI, el futuro INE, los órganos de evaluación en programas sociales y educativos, tienden a cumplir nuevas funciones de arbitraje de un federalismo en reconformación.

Las exigencias a los nuevos órganos autónomos aumentan. Los consejeros del IFE al igual que los comisionados del IFAI han señalado los riesgos de desbordamiento institucional. Si los pronósticos se cumplen, serán también los nuevos pararrayos; siempre será posible renovar a los órganos colegiados en bloque.

Una posible lectura del conjunto puede ir en la dirección de que las funciones del gobierno de lo técnico se van apartando hacia un nuevo tipo de administraciones: las autónomas y su correspondiente tecnocracia. Por otra parte, el gobierno de lo político en el que son los acuerdos y no los contrapesos la clave de la gobernanza. La mecánica del acuerdo, a contrapelo de lo “deliberativo”, tiende a incorporar a los menos, es la decisión de las cúpulas y de lo cerrado.

En el entendimiento de la nueva Constitución habrá que hacer un ejercicio de remover cada una de las capas agregadas por cada reforma. Quizás, al igual que en las cebollas, el ejercicio estará acompañado de ojos irritados.

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Fuente: La Silla Rota