Hay naciones que, como el Rey Midas, convierten en oro lo que tocan. Otras, como la nuestra, que producen el efecto opuesto: destruyen valor. Sólo así se explica que teniendo niveles de inversión total elevados,  mayores a 20% del PIB, nuestro crecimiento sea tan bajo. Con esos o menores niveles de inversión, muchos países de nuestro continente crecen más (mucho más ) que la economía mexicana. Perú es un ejemplo sobresaliente, Chile también. El crecimiento de esta nación ha sido consistente ya por varios lustros. Otras naciones crecen porque un componente de suerte las acompaña, aunque su manejo económico sea desastroso. Es el caso de Argentina, que se ha beneficiado dramáticamente por el incremento de precios de los bienes que exporta al exterior. Cuando este factor cambie, Argentina será nota por una nueva crisis económica.

El hecho es que México crece muy poco a pesar de tener niveles de inversión altos y la enfermedad que lo limita se llama (im)productividad. La diferencia entre los países que producen riqueza como Midas y nosotros radica precisamente en ese factor. La productividad, en su definición más básica, consiste en producir más con los mismos insumos. Para que esto ocurra debe generarse innovación en el uso de los mismos para sacarles más provecho. Innovación que puede tener muy distintas expresiones, no sólo aquella vinculada con el cambio tecnológico. Y precisamente esto es lo que no sabemos hacer bien. Por eso aunque pongamos más recursos en la economía, esto no se traduce en crecimiento.

El tema de la productividad está en la agenda. De manera implícita en muchas de las reformas emprendidas hasta ahora, y de manera explícita en un conjunto de políticas que buscan “democratizar la productividad”. Lo que no existe en el gobierno es un reconocimiento de que siendo un factótum económico, su actuación también la impacta y de manera determinante. No sólo como hacedor de leyes y regulaciones y vigilante de su cumplimiento, sino como agente económico que extrae recursos a los privados y los gasta e invierte en la economía. En esta transacción están también las claves para descifrar nuestros bajos niveles de productividad. Esto, sin embargo, no se reconoce en la retórica y mucho menos en las políticas públicas dirigidas a incrementarla.

Este año, el gobierno ejercerá un presupuesto histórico por su tamaño, posibilitado por el incremento de impuestos y de deuda. Como justificación de este incremento, se nos ofreció ampliar la cobertura de algunos programas sociales y, de manera particular, el gasto en inversión. Por muchos años se castigó este gasto y se privilegió el crecimiento de las burocracias y de otros programas. A partir de la administración anterior, el gasto en inversión se ha venido incrementado de manera consistente y la promesa es que en esta administración escale aún más.

El gasto en inversión es clave para incrementar la productividad de la inversión privada. En los años del milagro mexicano, cuando la economía creció a niveles de 6% anual promedio por más de dos décadas, la inversión pública privada se complementaba en un deseable círculo virtuoso. Nuestra meta en este rubro sería el replicar ese modelo de complementariedad.

La realidad, sin embargo, siempre es más compleja que los supuestos en que se basa la política pública. Y la nuestra es particularmente adversa para replicar aquel modelo. En principio, la estructura de gobierno ya no es el monolito que fue y la administración central ya no tiene el alcance que tuvo en el pasado. El gasto en inversión, específicamente en infraestructura, está bastante atomizado, no obedece a un plan maestro y además su asignación está particularmente politizada. El de infraestructura es de los rubros que más se modifican en el proceso de aprobación presupuestal en el Legislativo. Difícil tener coherencia en este gasto cuando todo mundo le mete mano. Y la cartera de inversión del gobierno federal refleja ese desorden. Los trabajos de la Auditoría Superior de la Federación (ASF) dan cuenta de proyectos deficientes en lo técnico y una particular irregularidad en el plazo de ejecución de los proyectos y en su sobrecosto. Apenas la punta del iceberg de la problemática de la ejecución de la inversión en el país.

Por eso cuando el gobierno habla de productividad con tanto ahínco, llama la atención que no examine sus propios procesos y el pobre retorno de sus inversiones. El golpe asestado por la Reforma Fiscal a los causantes sobretributados no tendrá como contraparte un gasto que apuntale la productividad, mientras no se modifiquen los marcos institucionales en los que se planea, controla y evalúa el gasto, incluyendo el de inversión. El gobierno tiene que comenzar por arreglar la propia casa. De no hacerlo, seguiremos padeciendo de la misma enfermedad.

                *Directora de México Evalúa

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Fuente: Excélsior