En México, la palabra responsabilidad tiene mala fama, porque es sinónimo de culpa. Hacerse responsable de algo no equivale a asumir una tarea de manera comprometida, lo que significaría un honor, sino cargar con las consecuencias de un fracaso probado y pagar los castigos derivados de una falta administrativa o de un crimen. Decimos que es necesario “deslindar responsabilidades” cuando salta a la vista que alguien no cumplió con su cometido y las víctimas —o las secuelas sociales— de una negligencia, de un acto de corrupción o de un abuso indudable ya están en la prensa. “Deslindar responsabilidades” es el eufemismo que empleamos para decir que estamos buscando culpables.

Por eso nuestra clase política (y burocrática) no se quiere hacer responsable de casi nada, aunque sus integrantes dediquen su vida profesional a buscar mayor influencia política. Según nuestro diccionario, en efecto, la tercera acepción del término “responsable” es: “culpable de una cosa”; pero las dos primeras nos dicen que también es responsable quien está “obligado a responder de alguna cosa o por alguna persona”, o quien “pone cuidado y atención en lo que hace o decide”. Y las tres acepciones concatenadas producen una lección de ética pública: quien busca representar a la sociedad, ha de hacerlo poniendo el mayor cuidado en lo que hace y decide. Y si fracasa, entonces debe asumir la culpa del mismo modo en que buscó la representación para actuar a nombre de los demás.

Por supuesto que me estoy refiriendo al caso emblemático de Guerrero, donde han brotado con nitidez las consecuencias contradictorias de esa palabra. Todavía no sabemos quiénes son todos los “responsables materiales” de la matanza de Iguala, pero no hay duda posible sobre la responsabilidad de los gobernantes de esa entidad, ni tampoco sobre la que han de asumir los políticos que los respaldaron —si las consecuencia de las definiciones traídas del diccionario tuvieran algún sentido para la vida pública del país—.

No hay ninguna interpretación capaz de ocultar la responsabilidad —dicha en su sentido positivo— que asumió el gobernador Ángel Heladio Aguirre cuando ganó la titularidad del ejecutivo local. Y tampoco la hay respecto al partido político que lo postuló para ganar ese puesto. Ambos querían tomar la responsabilidad del gobierno de aquella entidad e hicieron todo lo que estuvo a su alcance para lograrlo. Todas las campañas políticas son, precisamente, una contienda entre individuos que compiten por hacerse de una responsabilidad y que deciden, libre y voluntariamente, asumirla con todas sus consecuencias. Y una de las consecuencias posibles es, también, el fracaso por la falta de “atención y cuidado en lo que se hace o decide”.

Es inútil y vergonzoso tratar de escapar de esa responsabilidad, inventando salidas como la propuesta del referéndum, porque no estamos ante una nueva contienda electoral que requiera la opinión de la sociedad —y menos aun cuando faltan apenas unos meses para que termine el mandato del personaje citado—, sino ante un fracaso trágico y contundente. Pero como la responsabilidad en México es culpa, asumirla equivaldría a una suerte de confesión criminal. Decir: “soy responsable y lo asumo” sería como decir: “yo los maté y me entrego”. La diferencia entre la responsabilidad pública —que debería llevar a la renuncia inmediata del mandatario, sin más trámites— y la responsabilidad administrativa y penal por sus negligencias, está diluida en nuestro sistema político. Por eso, aunque parezca un galimatías, ninguno de los responsables se quiere hacer responsable de nada.

Pero nada de esto es excepcional. Así está construido el sistema político mexicano. De modo que ya sabemos que los responsables finales —los que realmente serán despedidos, inhabilitados o se irán a la cárcel— serán los que tengan menos responsabilidades políticas. Es una vergüenza. Pero es una vergüenza sistémica.

Fuente: El Universal