Sería una lástima que este nuevo episodio desembocara, sin más, en una repetición escalada del 2006 y que perdiéramos otra vez la oportunidad de avanzar en la construcción de una agenda democrática compartida, igualitaria y honesta. Mientras López Obrador siga repitiendo que la única opción válida y digna para el futuro de México es él —y nadie ni nada más— y la izquierda lo siga avalando, el proceso democrático del país seguirá secuestrado por los agravios, la polarización y el conflicto. En algún momento será necesario dar vuelta a la página de las ambiciones del líder inmaculado, para tratar de construir un régimen democrático cuya validez no dependa de un hombre.
Peña Nieto no podrá gobernar solo; por fortuna, el PRI no obtuvo las mayorías que buscó en el Legislativo, ni gobernará tampoco en la capital del país. Y una vez más, la izquierda partidaria de México tiene el lugar de honor para convertirse en la clave de una agenda democrática renovada, que no sólo corrija los defectos y afirme las virtudes de los procesos y las instituciones electorales, sino que avance por fin hacia la democratización de la gestión de gobierno y del ejercicio de los poderes públicos. Ante la derrota de Andrés Manuel, la izquierda puede volver a dilapidar el capital político que ha ganado en una nueva aventura contra las instituciones políticas, la democracia y todos los críticos de su líder — dejando el espacio político al PAN, como antes se lo cedió al PRI— o puede recuperar las causas de la revolución democrática, del trabajo y los ciudadanos, que lleva grabadas en los nombres de sus partidos.
Como sea, esa agenda será indispensable. Si algo manchó las elecciones de 2012 fue la ausencia de reglas y procedimientos legítimos para controlar el dinero público, para transparentar su destino y para rendir cuentas sobre la forma en que se utiliza. Si hubo compra de votos y gastos excesivos es porque México carece de un sistema completo, articulado y coherente de rendición de cuentas, que impida desviar dineros para propósitos ajenos a los programas públicos, que permita vigilar públicamente las tareas del gobierno, detectar oportunamente a quienes roban las arcas públicas y castigar de manera ejemplar a los deshonestos. Y no es a la salida de un proceso electoral como todo eso puede impedirse, sino durante la gestión del gobierno.
Una agenda democrática honesta no podría prescindir, tampoco, de la construcción de reglas suficientes para impedir que los puestos y presupuestos del pueblo —es decir, públicos — sigan siendo botín de los partidos que ganan elecciones, en todo el país. La democracia de turnos que inauguró el PAN — quita a los tuyos para que vengan los nuestros— no consiguió más que consolidar las prácticas de corrupción y clientelismo burocrático que ya eran parte de la historia del PRI. Y el uso libérrimo de los presupuestos públicos sigue siendo, en todos los gobiernos de México, una fiesta de prepotencia e impunidad.
Desde 2000 se han creado varias instituciones públicas dedicadas a salvaguardar y garantizar el acceso a la información, a evaluar políticas públicas y a fiscalizar el dinero gastado. Esas instituciones han hecho bien su trabajo, pero aún están lejos de haber producido consecuencias definitivas para evitar el sistema de botín en la administración pública. Pero gracias a ellas hoy tenemos mucha más información y conciencia sobre la importancia de orientar el gasto público hacia los verdaderos problemas sociales de México, de gastarlo con probidad y de evitar que se siga usando para consolidar clientelas políticas.
Si la izquierda está preocupada por los votos comprados, debería trabajar para evitarlo desde el punto de arranque: desde la asignación de los presupuestos y la forma en que se utilizan, sin excepciones y sin matices políticos. Que me perdone Andrés Manuel, pero la honestidad del país no depende de un solo hombre.