Aunque la administración pública es, en sí misma, un ámbito de poder y legitimación, su estructura y sus modalidades son subsidiarias del régimen político en el que se inscriben. Tanto que la estabilidad de este último depende en buena parte de la coherencia entre los valores que proclama, las normas jurídicas en las que se apoya y las estructuras de autoridad con las que cumple sus atribuciones. De aquí que sea inútil hablar de las reformas administrativas como si fueran cosa aislada del modelo político en el que habitan. Las dependencias públicas no sólo son herramientas de la acción política sino que también son parte del sistema al que responden.
En este sentido, no me sorprende tanto la persistencia de la lectura autoritaria sobre las reformas administrativas que ha propuesto el aún presidente electo Peña Nieto, cuanto su magnitud. Abundan los análisis que ven con simpatía esas reformas, con el argumento de la consolidación de un régimen que, en nombre de la eficacia, ha decidido apostar por la recentralización del mando.
Las leo y pienso: 1) que esos aplausos son la apostilla de los votos que ganó en el mes de julio, cuando la mayoría prefirió la vuelta de la vieja autoridad presidencial que simbolizaba el Revolucionario Institucional, ahogada por el desencanto democrático; y 2) que sinceramente creen que las palancas poderosas del régimen pasado están vigentes (¿no es acaso eso mismo lo que dicen también los principales líderes de las oposiciones?) y que las reformas ayudarán a destrabarlas de sus ataduras ideológicas, para biendel país.
En efecto, lo que puede otearse entre las propuestas que ha hecho Enrique Peña Nieto para comenzar a gobernar es la recentralización del poder, para devolver al presidente las herramientas que el cambio democrático le fue minando: una Secretaría de Gobernación muy fuerte, con el control de la inteligencia política y de los mandos policiacos —y seguramente la subordinación del Ministerio Público—, a la vieja usanza; una Secretaría de Hacienda súper poderosa, sin contrapartes dentro de la administración central y con el control pleno de las obligaciones fiscales y de contabilidad en estados y municipios (gracias a la ley apenas promulgada en la materia, que le obsequió Felipe Calderón); y una comisión nacional anticorrupción que, controlada por el propio Ejecutivo, le permitiría incidir directamente en la conducta de gobernadores y de alcaldes sin necesidad de recurrir a los métodos violentos de otras épocas. Y todavía falta, supongo, el renuevo de la política social para ponerle zanahorias a los palos. Pero eso ya vendrá después.
Nada de esto sería descabellado si no hubiera todavía, al menos, la vaga esperanza de consolidar un régimen plenamente democrático y de montar la expectativa de eficacia en la pluralidad política, los contrapesos y la vigilancia pública. Pero en el penoso pendular de México, esto último es lo que ha ido quedando rezagado: el desprestigio del sistema de partidos —la partidocracia, de la que tantas voces se han dolido—; los desacuerdos, los performance y los excesos de los legisladores; la prepotencia y la corrupción de muchos de los gobernadores y alcaldes del país; la debilidad, los celos y la fragmentación de las organizaciones de la sociedad civil; la fuerza implacable de los poderes fácticos de toda índole: los legales y los criminales.
Así pues, quienes defienden la vuelta del modelo centralizador de Peña Nieto se preguntan: ¿para esto querían la democracia? ¿Por qué tendríamos que persistir en un modelo fracasado? Respondo: porque nada de lo que hay en ese último listado es el producto de la democracia sino de su negación; porque esos fracasos son el resultado de las prácticas autoritarias que se quedaron vivas del pasado; y porque todas ellas seguirán ahí, negociando sus impunidades con quien sea, mientras no logremos completar la tarea que quedó pendiente: pasar de una transición votada al ejercicio democrático de los poderes públicos.
Publicado en El Universal