López Obrador se enfrenta al momento crucial de su poder y no se le nota muy preparado para ello. Está jugando al dedazo priista, pero parece obsesionado con su continuidad más incluso que por su legado.

Con consternación por el crimen de Estado cometido con los migrantes asesinados en Ciudad Juárez.

La perorata presidencial sobre la sucesión presidencial de 1940 trasluce una manera de concebir el poder: voluntad personal para transformar la realidad conforme a un proyecto que existe completo en su mente brillante. En su megalomanía, López Obrador se concibe como líder de un movimiento que tiene un destino prefigurado e inamovible, una misión histórica, una meta. Como si la historia se tratara de ganar un videojuego.

Es una idea de claros resabios marxistas, con su aderezo gramsciano–maquiavélico, mezclados en una psique paranoide. Sin duda, la mentalidad política del caudillo de la tetramorfosis y su manera de conectar con la psicología de las masas merecen un estudio científico, labor combinada de psiquiatras y politólogos, a la manera de aquel extraordinario libro Political Paranoia. The Psychopolitics of Hatred, de Robert S. Robin y Jerrold M. Post, uno politólogo y el otro psiquiatra, que analizan las mentalidades de distintos personajes con enganche popular basado en el discurso de la revancha histórica.

La plática presidencial plática sobre el supuesto error de Cárdenas expone su intención de permanencia al estilo priista: sin reelección, pero ahora sin zigzagueo. Él traza el camino y el que se salga de esa senda prefigurada será un traidor a la causa de la profecía. Lo que parece querer el Presidente es seguir siendo el gran componedor de la política una vez cumplido su mandato, a la manera de Calles, y le critica a Cárdenas no el gran fraude electoral de 1940, sino su decisión de abdicar y retirarse sin provocar una crisis sucesoria desbocada.

López Obrador se enfrenta al momento crucial de su poder y no se le nota muy preparado para ello. Está jugando al dedazo priista, pero parece obsesionado con su continuidad más incluso que por su legado. Parece no saber cómo dejar de mandar y quiere garantizar a toda costa la prolongación de la captura del botín por sus allegados.

Lo que viene es la crisis de sucesión, proceso inevitable como sabe cualquiera que haya estudiado historia política con seriedad. Los autócratas siempre pretenden dejar todo “atado y bien atado”, según la frase de Francisco Franco sobre la continuidad de su régimen nacional–católico. Sin embargo, es bien sabido que las más de las veces fracasan en el intento. La incertidumbre y los incentivos cambiantes de los políticos acaban por dar al traste con los planes del pretendido demiurgo menguante.

¿Qué va a pasar durante los próximos meses? La polarización y la obcecación presidencial contra la institucionalidad electoral anuncian tiempos turbulentos, aunque no se vea claro el surgimiento de una coalición contrahegemónica lo suficientemente sólida como para derrotar con contundencia a la ungida –o ungido– en un escenario de opacidad electoral y sospecha.

En condiciones de polarización total, es posible que la elección cargue con un velo de ilegitimidad, pero que de cualquier manera López Obrador se imponga en la sucesión, sea quien sea el señalado por su dedo de oro. Sin la intermediación del INE y sin el Tribunal Electoral enfrente, las elecciones volverían a ser inciertas y López Obrador pretenderá que sea la calle la que defina la continuidad.

El Presidente no parece dispuesto a perder la sucesión, no quiere ceder al frío cálculo de las intenciones de voto. Se muestra decidido a imponer a su heredero a fuerza de movilización clientelista, como Cárdenas en 1940; pero, a diferencia de Cárdenas, él no va a cometer el error de que su delfín sea un componedor de entuertos, un sanador, después de una época de alta polarización. Su sucesor va a seguir en el proceso de radicalización, sin zigzagueos.

Sin embargo, no está claro que López Obrador tenga la fuerza suficiente para garantizar la disciplina en su coalición. Los incentivos para la salida son altos. Con una oposición dando tumbos y sin liderazgo, la ruptura en Morena es posible. Claro que no todos los suspirantes tienen iguales posibilidades de crecer en la oposición. Adán Augusto, con su solemnidad fúnebre, no existe sin el amparo presidencial; su candidatura sólo es viable si es trasunto del prócer y lo tiene detrás haciendo ventriloquia. Claudia Sheinbaum sola apenas concitaría el apoyo de la izquierda trasnochada que hoy precariamente subsiste en Morena y su lealtad parece irreductible.

Ebrard, en cambio, tiene existencia propia y podría articular a su alrededor al desencanto progresista, aunque para ello necesitara un fuerte deslinde y un lavado de imagen con una buena autocrítica del desastre de la Línea 12 del Metro y otros esqueletos de su armario, como su doblegamiento ante Trump y su responsabilidad en la criminal política migratoria de este Gobierno. No lo veo disciplinado frente a una candidatura del torvo tabasqueño, a menos que ya haya decidido poner fin a su carrera, recoger sus ganancias e irse al exilio, aunque a lo mejor podría pactar algo con Sheinbaum.

Fuera de Morena, la oposición parece empecinada en formar un frente único contra López Obrador. Me parece una estrategia poco atinada, que no se hace cargo de la crisis que están viviendo los tres partidos que impulsan la alianza. Creo que sería más eficaz el surgimiento de una tercera vía con energía utópica propia, que recoja muchas de las esperanzas frustradas por este Gobierno, pero que reivindique al Estado social de derechos como proyecto central.

De cualquier manera, no veo fácil la consolidación de un régimen de largo plazo basado de corte populista–personalista, porque una vez fuera de la Presidencia, la fuerza política de López Obrador va a mermar día a día y Morena es una coalición endeble, formada por políticos de mal conformar, unida sólo en torno al arrastre masivo del líder.

El mayor riesgo autoritario del legado de López Obrador, sin embargo, es que unas Fuerzas Armadas con mucho por defender, empezando por la impunidad respecto a las violaciones a los derechos humanos cometidas, de jurisdicción internacional, pero también aferradas a los copiosos negocios concedidos por este Gobierno, acaben por convertirse en el poder real sin contrapesos, con un títere civil a su servicio y el resto de los poderes constitucionales mermados y sometidos.

Fuente: Siembargo