Lo primero que es necesario decir de los comicios del domingo es que fueron unos más de la serie inaugurada en 1997: certeros, con resultados prontos, pacíficos e impecablemente organizados. El INE demostró su pertinencia como órgano profesional del Estado mexicano, autónomo y transparente. La precisión de sus conteos rápidos fue clave para cerrar paso a cualquier especulación sobre los resultados. Como suele ocurrir en las elecciones democráticas, nadie ganó todo y solo perdieron todo los partidos que quedaron debajo del umbral del tres por ciento para alcanzar representación, aunque incluso en esos casos, sus dirigentes de seguro ganaron, gracias a la buena tasa de retorno de su inversión para obtener el registro, garantizada por el financiamiento público que ejercieron durante la campaña.
Las elecciones del domingo se dieron en libertad y con buenas condiciones para la competencia. Eso debe celebrarse y valorarse sin regateo alguno. Los que vivimos la ficción aceptada de los tiempos del monopolio político del PRI estamos obligados a defender sin concesiones todo el andamiaje institucional construido durante las últimas tres décadas para garantizar elecciones libres y competitivas. Si el resultado de la nueva integración de la Cámara solo sirve para evitar una contrarreforma electoral, ya con eso habrá sido bueno.
Más allá de las consideraciones generales, no me deja de llamar la atención el hecho de que todos los dirigentes políticos nacionales han celebrado sus resultados como un gran triunfo. Aquí, por lo visto, nadie perdió las elecciones, nadie tiene que rendir cuentas por los fallos de su estrategia, a todos les salieron las cosas a pedir de boca. Ningún dirigente partidista se siente con la responsabilidad de renunciar. Por lo visto, nuestras elecciones dejaron a todos satisfechos.
Los participantes de Va por México consideran que su estrategia fue exitosísima porque la coalición del Presidente no logró la mayoría calificada, como si estuviéramos de vuelta en 1988 y de lo que se hubiera tratado fuera de desmontar un monopolio político. En su cuento, le quitaron a Morena y sus aliados algo que en la realidad nunca tuvieron: la coalición Juntos Haremos Historia no obtuvo en 2018, ni con las malas artes de la sobrerrepresentación inconstitucional, las dos terceras partes de la Cámara de Diputados. Se acercó a ella, sin conseguirla, gracias al cambio de bando de esa meretriz de la política que es el partido pseudoverde.
Si López Obrador logró sacar cuanta reforma constitucional se propuso fue porque tuvo la anuencia de uno u otro partido fuera de su coalición, con negociación política, o porque consiguió los votos de tránsfugas o chantajeados. De hecho, el discurso de lo indispensable de la coalición opositora para frenar la amenaza autoritaria hace agua, porque, en todo caso, en el Senado se podría hacer un bloque serio de contención, sin la elasticidad del que supuestamente existe. En los hechos, la oposición no se ha comportado en el Congreso como si realmente estuviera ante la amenaza de la tiranía y ha negociado y llegado a muchos acuerdos con el bloque mayoritario.
El éxito real de la coalición electoral de PAN, PRI y PRD hubiera estado en lograr que Juntos Haremos Historia perdiera la mitad más uno de los escaños de la Cámara o si hubiera conseguido que los partidos que apoyan a López Obrador obtuvieran un porcentaje de votos sustancialmente menor al conseguido en 2018. Ninguna de las dos cosas sucedió. Morena y sus aliados consiguieron una holgada mayoría absoluta (así se llama aquella que representa la mitad más uno de algo), aunque quedó, está en manos del muy poco confiable Partido Verde y es mucho menos sólida que la conseguida hace tres años. En cuanto al porcentaje de votos, Morena y sus aliados de entonces sumaron en 2018 el 44 de la votación total, un poquito superior al de ahora. La fuerza electoral del Presidente se mantuvo intacta; aunque Morena perdió tres puntos porcentuales.
Tan mal estaban los partidos que integraron el frente opositor que están festinando haber logrado que las cosas no se pusieran peor. Sus logros son magros, aunque el PRI y el PAN mejoran su representación en la Cámara. De acuerdo con los cálculos de Javier Aparicio y Javier Márquez, el PAN pasó del 17.9 por ciento de votos al 18.3, pero en cuanto a escaños su ganancia fue notable, pues pasa de 81 diputaciones a 114, y logra una sobrerrepresentación de más del cuatro por ciento, cuando en 2018 había quedado ligeramente subrrepresentado. El PRI tampoco creció porcentualmente de manera significativa respecto a 2018: tenía el 16.5 de la votación total y ahora obtuvo el 17.8, pero pasó de 45 a 71 escaños, el 14 por ciento de la Cámara, más cercano a sus votos, después de que en 2018 tuviera solo el 9 por ciento de las curules.
El PRD, en cambio, perdió en porcentaje de votos y de escaños y volvió a quedar con un punto de subrrepresentación legislativa respecto a su votación. Para el PRD la coalición resultó contraproducente y quedó al borde de la extinción, con apenas el 3.7 por ciento de los votos, equivalente a lo que conseguía el PSUM en la década de 1980. La implosión del partido heredero del registro de la izquierda histórica es pasmosa.
Los partidos opositores no salieron a convencer. Salieron a mantener su electorado y a sumarlo para conseguir más diputados, no más votos. De entrada, el objetivo de la alianza pragmática y contradictoria no fue persuadir a la ciudadanía de que ellos tenían algo diferente qué ofrecer, más allá de oponerse al Presidente de la República. No fueron por los votos de los decepcionados por el desastre de la gestión de López Obrador, no se preocuparon siquiera por denunciar el criminal manejo de la pandemia, ni de ofrecer un paquete distinto para reactivar la economía, reestablecer el empleo y paliar los daños en la economía de las personas producto de la pandemia. A ellos lo que los movía era conseguir más escaños.
Lo suyo fue mero cálculo de ingeniería electoral: formaron coaliciones antes de las elecciones para aprovechar el diseño del sistema electoral, predominantemente mayoritario. Si en 2018 Morena y sus aliados diseñaron su estrategia para aprovechar los huecos del sistema proporcional y lograr una jugosa sobrerrepresentación, ahora los cruzados opositores diseñaron su estrategia para aprovechar mejor el sistema mayoritario. Pero fuera de sus objetivos en la Cámara de Diputados, la alianza fue un desastre en las elecciones locales y lo que perdió López Obrador en margen formal de maniobra legislativa, lo ganó en control territorial en poder local. Ningún candidato a Gobernador de la alianza fue realmente competitivo; incluso el de Campeche, donde apostó su futuro político Alejandro Moreno, quedó en tercer lugar, aunque en una elección a tercios. Donde el PAN ganó lo hizo solo, pues en Chihuahua el aporte del PRD fue casi nulo.
Habrá que seguir desmenuzando los saldos de estas elecciones.
Fuente: Sin Embargo