Defender a las instituciones tiene sentido si, y solo si, la defensa se entiende como un ejercicio transitivo; esto es, no como un alegato a favor de la existencia pura y dura de una organización per se sino en función de los fines que persigue y del valor público de sus aportaciones. Vale la
pena defenderlas si, y solo si, comprendemos que su desaparición o su derrota podrían sofocar derechos ya ganados o acarrear daños mayores. Nadie sensato saldría en defensa de unas siglas completamente inútiles, de un presupuesto que no produce beneficio alguno o de servidores públicos incapaces de justificar sus aportaciones a la sociedad.
Sin embargo, es mucho más fácil destruir. De hecho, el mayor poder del poder político es la destrucción. Edificar, armar, consolidar son verbos mucho más difíciles de conjugar. El poder aturde a los inteligentes por la capacidad destructiva que confiere a quien lo ejerce. El poder se
identifica mucho más con la dominación y con el sometimiento que con la construcción y el renuevo de la vida. Por eso para el gran público parece más potente quien se hace obedecer a secas, que quien construye un mundo armonioso. El paraíso está poblado de poetas mientras que la disputa del poder, como decía Max Weber, está regida por los demonios.
Esto no significa que quien destruye de manera sistemática carezca de proyecto. Los grandes vengadores han sido también, a lo largo de la historia, creadores de ilusiones y promesas.
Muchas veces he escuchado y leído el argumento principal: para llegar a Shangri-La (u honrar Mein Kampf) es preciso destruir a quienes se le oponen. Las promesas revolucionarias serán cumplidas en la medida en que sea posible neutralizar o borrar cualquier obstáculo. De aquí la necesidad de la violencia que va cobrando cada día más fuerza y que, en su versión piadosa, le pide al Altísimo: ¡ilumínalos o elimínalos!
El problema principal es que la destrucción de instituciones supone, necesariamente, el establecimiento de otras. No es cierto que se eliminen las que estorben y tras ellas no quede sino el horizonte limpio. Esta interpretación es tan infantil como la conducta de los enemigos de la industrialización que apaleaban las máquinas de vapor para impedir que modificaran las formas tradicionales de transporte y producción. Lo que realmente sucede es la mudanza de las reglas del juego que organizan a la sociedad: las viejas reglas impedidas de cumplirse son suplidas por la voluntad de los nuevos dueños del poder: ¡quítate tú para que me ponga yo! Pero mientras eso ocurre (si es que ocurre), la intolerancia se convierte en la regla de oro y la necesidad de destruir, en su herramienta indispensable.
Dados los primeros golpes, ya no hay marcha atrás. Lo hemos visto tantas veces a lo largo de la historia. Algunos celebrarán como un triunfo de esa destrucción deliberada, que sea imposible tener elecciones limpias, creíbles y aceptables en junio del 2021, porque desde un principio se anunció que la integración actual del organismo era inaceptable y que, para pactar acaso alguna tregua, los nuevos integrantes tendrían que ser voceros y visores del gobierno. Y como eso no ocurrió, lo que sigue es destruir.
Si debe haber elecciones para confirmar la legitimidad del líder, nos dicen, que las organice el pueblo libremente, sin ataduras legalistas y consejeros adversarios. He aquí la nueva regla: si ganamos será a pesar de la única institución del viejo régimen que habrá sobrevivido a la devastación; y si perdemos, las consecuencias se habrán dicho con toda claridad desde un
principio: quien no está conmigo, está contra mí. Y ya va quedando claro: no habrá ninguna legitimidad que no pase por la ratificación indiscutible del poder originario otorgado por el pueblo, en el 2018.
No defiendo al INE sino a la conciencia democrática. Podrán destruir todo, menos eso.
Por: Mauricio Merino
Fuente: El Universal