El domingo pasado, una amplia mayoría de la ciudadanía chilena rechazó el proyecto de nueva Constitución emanado de la Convención Constitucional elegida en mayo de 2021, después de que unos meses antes, en octubre de 2020, en pena pandemia de COVID19, un plebiscito en el que participó la mitad del electorado registrado aprobó por casi el 80 por ciento de los votos la elaboración de un nuevo texto constitucional para reemplazar el decreto ley emitido por la dictadura de Pinochet, que aunque sustancialmente reformado en 2005, durante la Presidencia del socialista Ricardo Lagos, rige en Chile desde 1980.

El plebiscito de 2020 había, también por un margen cercano al 80 por ciento, que el proyecto de nueva Constitución fuera elaborado por una Convención Constitucional electa directamente por la ciudadanía, sin la participación de integrantes del legislativo formal. La fórmula de elección tuvo novedades notables, pues fue estrictamente paritaria entre sexos, incluyó un 12 por ciento de representantes de los pueblos originarios de Chile y se abrió a la presentación de candidaturas independientes. La integración final fue sorpresiva, no solo porque la derecha chilena, con gran presencia social, no alcanzó más de un tercio de los escaños, con lo que quedó sin capacidad de veto en la toma de decisiones, sino también porque los independientes de diversas expresiones de izquierda identitaria, con rostros muy jóvenes, ganaron más escaños que la izquierda y el centro tradicionales.

Los resultados de aquella elección fueron vistos con entusiasmo en los sectores progresistas. Se celebró la marginación de la derecha e incluso se festinó el retroceso de los partidos políticos frente a los integrantes independientes de la asamblea electa. A mí, sin embargo, me produjeron bastante escepticismo.

Celebré, por supuesto, que la rebelión ciudadana de 2019 hubiera abierto el cauce para la reforma constitucional y me pareció que podría resultar un texto con amplio consenso social que fortaleciera la democracia constitucional chilena. Pero la integración final de la Convención me decepcionó, porque vislumbré un riesgo que finalmente se materializó: que, en lugar de elaborar una Constitución con una amplia base de legitimidad, garante de un amplio conjunto de derechos universales efectivamente exigibles y con mecanismos para una gobernación democrática eficaz, el resultado fuere un catálogo de buenos deseos, un programa maximalista que no concitara un apoyo generalizado entre sectores relevantes de la sociedad chilena.

Para leer columna completa: Clic aquí