Por: Eduardo Bertoni

Un apresurado proceso para modificar la ley de inteligencia en Argentina, impulsado por la Presidenta de la Nación, puede tener consecuencias negativas para los derechos humanos. ¿Un ejemplo?: Estándares internacionales recomiendan que la revelación de violaciones de derechos humanos que haga un agente de inteligencia nunca debe ser penalizada. Para quien revela información “secreta” sobre estas violaciones, los mismos estándares internacionales construyen una suerte de “puente de plata” que aleja al integrante del servicio de inteligencia de cualquier consecuencia penal o administrativa. En otras palabras, el proyecto que aprobó el Senado no tiene esta salvaguarda y por ello, un agente de inteligencia (una suerte de Edward Snowden vernáculo) que tome conocimiento de violaciones de derechos humanos durante su trabajo podría ser merecedor de cárcel si las denunciara públicamente.

No es esta omisión el único problema que tiene el proyecto en materias vinculadas con la transparencia y el acceso a la información. Como anticipé en otro lado, es difícil discutir una ley que establece secretos, como el proyecto que modifica la ley de inteligencia nacional, sin una ley marco que garantice el derecho a saber. Estamos perdiendo una buena oportunidad para avanzar no solo con una necesaria reforma de la ley de inteligencia, sino también, con una ley federal de acceso a la información.

Ante estas circunstancias, cuanto menos, deberíamos esperar un proceso de reforma de la ley de inteligencia que tenga en cuenta, por ejemplo, el derecho a la información en el marco jurídico interamericano, los principios que surgen de una ley modelo elaborada en el marco de la Organización de Estados Americanos, o los reconocidos Principios de Tshwane sobre Seguridad Nacional y el Derecho a la información. El proyecto aprobado por el Senado contradice varios de los estándares que surgen de estos documentos.

Para comenzar: al determinar las razones para calificar como secreta cierta información, el proyecto incluye términos vagos como la protección de la “seguridad del estado” o del “orden público” entre otros. En el ámbito internacional, “se considera buena práctica para la seguridad nacional, cuando la misma es empleada para limitar el derecho a la información, que se defina con precisión en el ordenamiento jurídico de un país de forma consistente con una sociedad democrática.” Esta buena práctica, plasmada en los Principios de Tshwane, no está recogida en el proyecto de Argentina.

El art. 16ter modificado en el Senado establece un tiempo mínimo de 15 años para reservar información sin posibilidad de desclasificarla. Resalto que el proyecto dice “mínimo” no “máximo”. Empero, aún cuando fuera un tiempo máximo, nuevamente los estándares internacionales recomiendan que el tiempo de clasificación será  únicamente durante el período que sea necesario para proteger un interés legítimo de seguridad nacional. No tiene sentido establecer límites temporales arbitrarios y lo recomendable, en todo caso, es revisar periódicamente los plazos de clasificación para evaluar si aún tiene sentido mantener la reserva.

El mismo artículo 16ter sufrió otra modificación en el Senado contraria a los estándares internacionales vigentes en la materia. Constituye un principio establecido que no debe acreditarse ningún interés legítimo para solicitar información. El proyecto argentino dice exactamente lo contrario y ello contraviene, por ejemplo, los estándares del sistema interamericano de derechos humanos que han establecido que el acceso a la información es un derecho humano fundamental, y, como tal, para su ejercicio, no es necesario acreditar “un interés directo ni una afectación personal para obtener la información en poder del Estado”. Ello nada tiene que ver con que se establezcan excepciones para el acceso. Pero determinar que quien quiere acceder a información debe acreditar un interés legítimo deja librado a la arbitrariedad del Estado la concesión de un derecho fundamental.

El proyecto argentino nuevamente va contra las mejores prácticas a nivel internacional cuando deja librada a la reglamentación del Poder Ejecutivo la forma y plazos para acceder a la información. Ello contradice, por citar nuevamente los principios de Tshwane que “los plazos para responder a solicitudes, incluida la respuesta sobre aspectos de fondo, el control interno, las decisiones de organismos independientes cuando corresponda y la revisión judicial, deben ser establecidos en la legislación y deben ser tan breves como sea posible.”. Dejar librado al mismo órgano que posee la información la formulación de cómo se accede a ella, es, cuánto menos, impudente. De allí que la ley, no un decreto, debería establecerlos.

Para ir terminando: según el texto modificado por el Senado, la obligación de guardar secreto de los integrantes de los servicios de inteligencia “subsistirá no obstante haberse producido el cese de las funciones en virtud de las cuales se accedió al conocimiento de la información clasificada.” De violarse está obligación, podrá aplicarse, según la ley de inteligencia, los artículos 222 y 223 del Código Penal, que establecen penas de prisión de hasta seis años. Aquí volvemos al principio de esta nota: no se establece ningún incentivo para que los agentes de inteligencia que conozcan que se están desarrollando prácticas que vulneran derechos fundamentales las hagan saber al público. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha establecido claramente que “(…) los denunciantes de irregularidades (whistleblowers), son aquellos individuos que dan a conocer información confidencial o secreta a pesar de que tienen la obligación oficial, o de otra índole, de mantener la confidencialidad o el secreto” –respecto de quienes se declaró que “los denunciantes que divulgan información sobre violaciones de leyes, casos graves de mala administración de los órganos públicos, una amenaza grave para la salud, la seguridad o el medio ambiente, o una violación de los derechos humanos o del derecho humanitario deberán estar protegidos frente a sanciones legales, administrativas o laborales siempre que hayan actuado de ‘buena fe’”. Sobre este tema los principios de Tshwane van más allá, porque establecen lo que se conoce como “divulgación protegida”, entendiéndola como la que “puede referirse a irregularidades que hayan ocurrido, estén teniendo lugar o sea probable que ocurran: (a) acciones criminales; (b) violaciones de los derechos humanos; (c) violaciones del derecho internacional humanitario; (d) corrupción; (e) riesgos para la salud y la seguridad pública; (f) riesgos para el medioambiente; (g) abuso de la función pública; (h) errores judiciales; (i) manejo indebido o desperdicio de recursos; (j) represalias por la difusión de las anteriores categorías de irregularidades; y (k) ocultamiento deliberado de asuntos comprendidos en alguna de las categorías anteriores.”

En conclusión, el proyecto que aprobó el Senado representa  un importante retroceso. Queda ahora la responsabilidad a la Cámara de Diputados que, de no tener en cuenta seriamente los estándares internacionales como los que he mencionado, convalidará como ley un texto que estará muy lejos de ser un avance para nuestro país en materia de transparencia y acceso a la información pública.