Comienzo por una obviedad: en materia de cargos públicos, el tiempo siempre corre hacia atrás; cada día que pasa es un día menos, una oportunidad que se escapa y una presión acumulada sobre las decisiones que se tomaron mal. Las promesas que se formulan al principio de un periodo de gobierno se convierten, con el paso del tiempo, en exigencias y restricciones y, hacia el final del plazo fijado, lo que realmente cuenta no es cómo se llegó a los puestos políticos, sino con qué credenciales se sale de ellos. La evaluación nunca se hace al principio, sino al final.

Esto es especialmente cierto cuando la agenda de partida es muy abultada; es decir, cuando los gobernantes sienten que cuentan con el poder suficiente para abrir nuevos temas y plantear más políticas de las que, con el paso del tiempo, pueden conducir durante el trayecto. Y más todavía, cuando la puesta en marcha de esas agendas no depende completamente de los recursos que controlan por propia mano, sino de negociaciones y acuerdos con muy diversos grupos políticos, con organizaciones complejas y burocracias de toda índole. Los libros de texto nos dicen que ninguna política pública está a salvo de desviaciones, obstáculos y enemigos; que ninguna se desarrolla del mismo modo en que fue diseñada y nos dicen también que, justamente por esa razón, no es una buena idea acrecentar las agendas —y las expectativas políticas— por encima de la factibilidad que se tiene a la vista.

Todo esto viene a cuento por la complejidad de la operación política y burocrática que ya está desafiando el segundo año del gobierno de Peña Nieto. Si al principio de su sexenio se propuso “mover a México” con un alud de reformas constitucionales sobre temas especialmente sensibles, en este segundo momento el reto principal será darles un cauce razonable y posible. Ir a la letra pequeña de las decisiones que, de momento, sólo se han escrito con grandes titulares, pero que todavía están muy lejos de haberse acercado siquiera a las promesas que les dieron origen; escribir las leyes que traduzcan las ofertas constitucionales en cursos de acción viables; y organizar la gestión cotidiana y el trabajo burocrático que se desprenderá de cada una de ellas. El año de los grandes cambios y los grandes discursos ya está dejando su sitio, inexorablemente, al trabajo mucho más arduo y oscuro del diseño de mapas de ruta.

Así pues, hoy sabemos que la reforma educativa será mucho más compleja de operar que la expectativa que se tenía el año pasado; que la reforma energética puede convertirse en una trampa mortal para las finanzas públicas; que la reforma política no está resuelta sino en sus trazos más generales y que podría generar muchos más problemas de los que ofreció resolver; que las promesas de transparencia, rendición de cuentas y combate a la corrupción todavía están en una fase muy preliminar de diseño; que la reforma de procuración de justicia tiene hoy muchos más desafíos que respuestas articuladas, etcétera. Y que este recuento incompleto es solamente el principio de la cuenta hacia atrás.

Hace unos días, en una afortunada conversación con Yuri Contreras y Laura González del Castillo —dos alpinistas mexicanos reconocidos en todo el mundo, que han conquistado la cumbre del Everest varias veces— les escuché una pieza de sabiduría práctica que todos los políticos tendrían que saber: “lo verdaderamente difícil —me dijeron—no es llegar a la cumbre sino volver al campamento de base. La vida no se juega subiendo, sino bajando. Y por eso nosotros no celebramos ningún triunfo sino cuando hemos vuelto, satisfechos con nuestro esfuerzo”. Lo mismo pasa con la política: el éxito no se mide en lo más mínimo por las promesas que se han formulado tras haber llegado a la cumbre de los poderes más altos, sino por la capacidad de cerrar los ciclos de las decisiones tomadas, sin haber destruido la esperanza por el camino.