Ayer, en el Instituto Nacional Electoral se rindió un homenaje a la figura de Don Fernando Zertuche a un año de su fallecimiento, un funcionario que, como pocos, encarnó los principios y los valores, el sentido de misión y el obstinado apego a la ley; el trato y los modales que corresponden a una autoridad incuestionable por su decencia y su imparcialidad. Me es obligado compartir con ustedes, una parte de mi intervención.

Como bien sabe quien ha trabajado en este instituto: la agitación constante, el nerviosismo, la presión política desde todos los ángulos, todos los temas y todas las fuerzas, son la sopa cotidiana con la que desayunan, comen y cenan los funcionarios de esa organización. Es casi imposible sustraerse de esa tensión cotidiana y no contagiarse de su desmesura anímica y emocional.

Como no hay espacio para el error, la exigencia y la autoexigencia crecen cada día que se acerca la elección y el carácter neurótico de las funcionarias y funcionarios se va enseñoreando en el ambiente y en las relaciones -tan humanas- de esta institución.

Los pelos de punta, la aceleración cardiaca, la siguiente impugnación por cualquier cosa. A todos no pasa, a todos los que hemos trabajo aquí nos ha pasado, pero no a don Fernando Zertuche, ejemplo mayor de esa virtud que Norberto Bobbio tenía, a su vez, como la mayor de todas las virtudes políticas: la templanza.

Podría contar varias anécdotas que demuestran como don Fernando sabía manejar los frecuentes estados alterados de Presidentes, Consejeras, Consejeros, funcionarios, directores, iracundos representantes de partidos, medios de comunicación, pero contar uno sólo de esos eventos no haría el honor suficiente a quien todos los días y a todas horas contenía, amortiguaba, sosegaba, apaciguaba y con enorme delicadeza, encauzaba esas pulsiones para darles respuesta, certeza y seguridad.

Sobre cualquier otra cosa era un hombre de palabra ajeno a toda vulgaridad y a todo protagonismo: era imposible no rendirse ante la presencia y el trato decente de don Fernando quien, así, estabilizó y consolidó un órgano crucial de la estructura del entonces Instituto Federal Electoral: su Secretaría Ejecutiva.

Como todos aquí saben, la Secretaría Ejecutiva del IFE y del INE tiene un peso específico estratégico que ningún otro órgano, ni siquiera la presidencia, posee. Y de ahí que su definición y actuación resulte tan esencial como disputada. Pero cuando llego don Fernando Zertuche, por primera vez, se consolidó el consenso de que aquel IFE tendría al mejor funcionario en el cargo, reconocido y aceptado por tirios y troyanos, por todos los partidos, los consejeros más renuentes o más roñosos y por supuesto por toda la estructura profesional que quedaría a su cargo. No dudo al afirmar que la histórica (pero para nada idílica) presidencia de José Woldenberg pudo encontrar por fin unidad de su consejo y estabilidad en el funcionamiento de todo el instituto, gracias a la presencia y al talante de don Fernando Zertuche.

Como un Ulises entre Caribdis y Escila, se ciñó a la ley. Trabajó, sin refundar nada, sin expulsar atrabilirariamente a nadie, con una estructura profesional para colocarla en un nuevo contexto de exigencia y se negó a formar parte de un “bloque” (democrático o no) para dirigir la institución.

A mi modo de ver, esas tres tesis fueron la clave de la historia institucional que consolidó al IFE como un órgano que necesitaba la vida plural de México. Sin el triunfo de esas sencillas coordenadas, que fueron tan bien entendidas y aplicadas por Don Fernando, el IFE nunca hubiera sido el ancla democrática que sigue siendo. En perspectiva histórica y en el presente convulso y lleno de santones purificadores en el que vivimos, creo, conviene no olvidarlas.

Fuente: Crónica